miércoles, 15 de mayo de 2013

Tercer Goya para la Forqué ante inolvidables olvidadas.



Retomamos el pertinente repaso a la Historia de los Premios Goya y lo hacemos concluyendo con el análisis a aquella segunda edición de 1987, observando la categoría a la mejor actriz secundaria, ardua tarea pues nos ha sido prácticamente imposible localizar y visionar uno de los tres trabajos interpretativos presentes entre los finalistas, concretamente el correspondiente a Terele Pávez en Laura, del cielo llega la noche, de Gonzalo Herralde. Verdadera lástima, primero por tratarse de la primera interpretación nominada de una actriz genial, lo que nos predispone a pensar en un más que estimable trabajo interpretativo y, segundo, porque nos impide valorar con justicia una categoría para la que quedaron finalistas otros dos trabajos verdaderamente poco consistentes y fueron olvidados auténticos recitales interpretativos.


Sólo un año después de obtener el primer Goya a la mejor actriz de reparto, Verónica Forqué hizo historia en la segunda edición al ganar, conjuntamente, los dos Premios Goya destinados a labores interpretativas femeninas. El de actriz de reparto le fue concedido por su gracioso y dinámico empeño como secretaria cachonda con marcado acento argentino en la comedia coral Moros y cristianos, film menor en la filmografía del genio Luis García Berlanga, un trabajo al que la Forqué presta su indudable atractivo personal, basado en esa melena rojiza y esa sonrisa entre inocente y picarona, pero que en esencia se traduce también en una actuación floja, cargada de clichés y sin ninguna pretensión de ahondar y hacer carne al tópico que representa su personaje. Estamos ante una actuación vistosa, sí, y muy fresca, pero en modo alguno entendemos la razón por la que un trabajo tan lineal y, además, poco desarrollado (ni siquiera desde el guión) llegó a una final por el Goya y, mucho menos, se alzó como el triunfal vencedor, coronando a la Forqué como la actriz con más Goyas en su haber (tres) ya en la segunda edición, una marca ciertamente imbatible para cualquier otro intérprete (hombre o mujer), por lo menos a corto plazo. 


Por ello, y sin haber podido emitir un juicio verdaderamente objetivo ante la ignota actuación de la nominada Terele Pávez, nos es obligado señalar que aquél Goya hubo de caer en las manos de Marisa Paredes, que con los 40 años ya cumplidos y habiendo realizado pequeñas intervenciones cinematográficas en los años precedentes, nada hacía prever que en esta segunda edición de los Premios Goya, ella iba a figurar entre las tres nominadas. Una absoluta sorpresa que colocó a Marisa Paredes en el punto de mira de toda la industria. El éxito se lo debía a José Sacristán, que le regaló el misterioso y atractivo personaje de Olga, la amante de un experimentado ladrón, de ademanes pulcros y precisos, de sonrisa intrigante y mirada seductora, en la irregular road movie Cara de acelga. Y aunque haya que agradecer a la Academia el empujón que esta nominación pudo significar para la trayectoria cinematográfica de la Paredes, hay que señalar que el trabajo de la intérprete en la película sólo merece un justo aprobado y es que la actriz apenas hace otra cosa que lucirse guapa y espléndida, aportando altas dosis de glamour y magnetismo a un personaje que juega durante toda su participación en contra del trabajo de la actriz, por el escaso relieve en el que se encuentra descrito y, también, por el temible lugar común al que queda reducido; obstáculos que tampoco Marisa Paredes intenta sortear, limitándose a crear ante las cámaras un desdibujado retrato de una astuta y taimada femme fatale, a lo que no ayuda el hecho de que toda su intervención se encuentre concentrada dentro de la parte menos conseguida e interesante del filme de Sacristán.

Las Olvidadas.


Ante semejante nivel en los trabajos nominados, no es de extrañar que el visionado de una película como La casa de Bernarda Alba, de Mario Camus, nos invite a arrancarnos la cabellera por los olvidos académicos producidos hacia dos miembros de su excelente reparto. Larguirucha y desgarbada, la catalana Vicky Peña volvió a quedarse a las puertas de una más que merecida nominación al Goya por segundo año consecutivo, y esta vez por uno de los personajes emblemáticos del Teatro Español: Martirio, la hija mediana de Bernarda Alba, un bicho desesperado que no quita ojo a su hermana pequeña, consciente de los deseos que guarda bajo su pecho, y que manifiesta un profundo ardor por debajo de sus faldas, que sólo consigue aliviar a través del reproche hacia aquellas que sí pueden gozar de lo que ella aún no conoce. Martirio vive inmersa en la pena, en una insoportable sed de hombre, de uno en concreto, y finge diariamente porque sabe que lo que le quema por dentro es pecado. La fuerza, la sinrazón y la obsesión de los personajes de La casa de Bernarda Alba eran explícitos ya en la obra original y las actrices de la adaptación cinematográfica llevada a cabo por Camus únicamente deben dar cobertura interpretativa a un universo poético muy complejo, que se halla latente en cada palabra, en cada frase, en cada parlamento. Con una entereza abrumadora, Vicky Peña hace suyo todo el simbolismo implícito en la obra de Federico García Lorca y se deja arrastrar hasta ese infierno situado en la propia casa, desenvolviéndose en la piel de la celosa Martirio con delicadeza, componiendo un estremecedor retrato de esa joven virgen y oprimida, capaz de mentir a su propia hermana, provocando así su trágico suicido, con tal de impedir que otras posean lo que ella nunca tocará. El acierto de Peña está en partir de la base teatral del texto para dar verdad a cada gesto, cada movimiento, cada mirada de su personaje e ir, poco a poco, mesuradamente, "cortándose las alas". Logra un trabajo meticuloso, pulido en todos sus aspectos, esencialmente cinematográfico hasta cuando el halo teatralizante de según qué parlamento amenaza con hacer acto de presencia. Emotiva y frágil al mismo tiempo que pérfida y malvada, Vicky Peña se desata dentro de una brillante contención, logrando momentos sublimes: la confesión que realiza a Amelia tumbada en la cama sobre la llegada del otoño, donde la actriz revela en su angustiosa expresión el verdadero sentido que acompaña a las palabras de Lorca; la manera en la que entona la cancioncilla que cantan los segadores fuera de campo, con un inesperado aire nostálgico en su mirada y una voz entrecortada que invita a pasear a las ahogadas lágrimas que afloran en sus ojos; o su escena final, en el patio con Adela, donde el drama amenaza con verterse en un trágico acontecer, mientras Peña devora enterita a su compañera, dado el alto grado de implicación que posee la actriz en comparación con la equivocada teatralidad adoptada por la estrella Ana Belén. Por no hablar de sus solitarias escenas al amparo de la luna, vigilando cada ruido de la noche, cada paso descarriado de su hermana pequeña o cada exhalación sexual de ésta con su objeto de deseo. Momentos, en definitiva, antológicos que merecían una buena consideración por parte de la Academia para unos segundos premios Goya a los que sí optaron trabajos notablemente menos conseguidos y redondos. 


Con el mismo grado de estupefacción hay que tomarse el olvido de Enriqueta Carballeira gracias a desempeñar el papel de Angustias en la versión cinematográfica de La casa de Bernarda Alba, personaje que ya había realizado con muy buenas críticas en la versión teatral estrenada en 1984, dirigida por José Carlos Plaza. Dando vida al último de los personajes importantes de la espléndida obra de Lorca, esta madrileña supo hacerse un hueco destacado dentro de la brillante labor desempeñada por el conjunto de actrices de la película. Su fuerte para ello fue una discreción ejemplar, consciente del segundo plano al que queda reducido su personaje en comparación con el conflicto principal que domina el texto. Con dignidad, con un dominio excelente del medio cinematográfico, Carballeira encarnó a esa mujer con edad para ser tenida ya por una "solterona", pero que aún no sabe lo que es dormir en una cama caliente, obligada a guardar castidad incluso ahora, cuando debe cumplir un luto por un hombre que no es su padre. A pesar de la fuerza imbuida a su personaje, la Angustias de Enriqueta Carballeira representa la obediencia y la sumisión al poder establecido, contra el que nunca se levantará en armas, sino que se limitará a descargar lágrimas impotentes en la soledad de su alcoba. Carballeira está frágil, dulce y miedosa durante todo el transcurso de la obra, sabedora del delicado carácter de su rol. Intensa en su emotivo patetismo, la actriz se vistió las ropas de la decencia, actuando con clase y prudencia, evitando excesos en todos sus parlamentos, logrando que su voz se escape levemente de sus labios en pequeños, casi inaudibles suspiros, provocados por el miedo a levantar la ira de su madre. Víctima primera de ese cautiverio, azotada miserablemente nada más comenzar la película, Carbelleira no reniega de aportar a su caracterización un halo inocente, de esa mujer que a pesar de su edad no ha dejado de ser una niña que aún sueña con su Príncipe Azul. Un elemento clave para entender por qué Angustias no abre los ojos a la realidad en ningún momento y comprende que la única razón por la que es cortejada por Pepe "el Romano" es su cuantiosa herencia. La veneración infantil hacia su prometido permite a la actriz mantener esa mirada ruborosa todo el tiempo, aunque detrás de ella se encuentre también un ardor incontenible hacia el macho, mostrado recatadamente, tal y como corresponde a un personaje de estas características, en el ejemplar plano fijo que protagoniza sentada junto a la ventana, iluminada por la luna, mientras espera la visita de su hombre y la posterior reacción de la intérprete cuando su sombra la alcanza: un leve sobresalto y unos ojos envueltos de manera sutil en insoportables llamas. Por ello, al final del filme, cuando la tragedia desvela su implacable rostro, el corazón del espectador no está con la insurrecta actitud de Adela, sino con la engañada y cruelmente despierta Angustias, que llora desconsoladamente en la cocina ante la nefasta realidad. Estamos ante un trabajo aplicado y más que correcto, que logra un especial lucimiento debido a la sensible hondura humana que aportan el tacto y la reserva con la que la actriz va evolucionando ante la cámara y que hubiera merecido mayor atención por parte del público y también de la Academia.


Y si de nominar a Marisa Paredes se trataba, la Academia bien podría haber desestimado el trabajo de la actriz en Cara de acelga y haber preferido su trabajo en la hoy obra de culto Tras el cristal, sorprendente ópera prima enmarcada en el género fantástico debida a Agustí Villaronga, en la que la Paredes daba vida con escalofriante austeridad a la soberbia y desconfiada esposa de un ex oficial nazi postrado en un pulmón de acero debido a un accidente. El proverbial despliegue de arrogancia y frialdad del que hace gala la actriz no sólo logra sacar un extraordinario partido a la imagen casi de diosa que desprende la estilizada figura de Marisa, sino que se erige en el foco de mayor interés a lo largo de la primera parte de la película, hasta esa intensa y diabólicamente agónica última secuencia de la actriz, donde, a pesar de no haber simpatizado en ningún momento con su Griselda, al espectador le posee un miedo irracional durante el periplo de la intérprete por los oscuros pasillos enmarcados de acechantes cortinajes. La desconfianza en el extraño y el amor propio traicionado son las constantes sobre las que se articula el intenso y turbador trabajo de la Marisa Paredes de Tras el cristal, cinta por la que sí hubiera merecido aquella nominación al Goya a la mejor actriz secundaria.


Pero La casa de Bernarda Alba no fue la única cinta denigrada en esta categoría, también Divinas palabras, de José Luis García Sánchez, hubiera merecido colar en la final por el Goya a alguna de sus intérpretes de reparto, como la otrora estrella de nuestro cine Aurora Bautista que demostró que, aunque la extensión de sus personajes ya no superaba la condición de colaboración, podía exprimir al máximo sus intervenciones y erigirse en una de las virtudes de una película, en este caso gracias a su saber estar característico, su soltura imperturbable y su talento inmarchitable. La Bautista se metió de lleno a dar vida a Marica del Reino, la hermana del sacristán del pueblo, cuñada por tanto de la protagonista Mari Gaila, y heredera como ellos del niño hidrocéfalo y de los bienes que éste pueda reportar. El resultado es una de las actuaciones cómicas más ricas de las que se han visto por nuestras pantallas. Miserable, tacaña, roñosa, convenida, rastrera… Todos los adjetivos se quedan cortos para describir el veneno que lleva dentro de sí esta víbora a la que Bautista encarna con una grandiosidad ejemplar. Cada intervención de la intérprete se ajusta con peligro a la caricatura, al exceso (como era norma en ella), a una sobreactuación burlesca donde la actriz alcanza momentos de comicidad inimitables: su rostro ante los poéticos lamentos de su cuñada junto al cuerpo sin vida de la difunta deparan risas de indudable regocijo, así como cada salida al balcón que protagoniza, especialmente la primera, cuando le comunican el fallecimiento de su hermana. La falsedad de su personaje es subrayada por la actriz con sus ademanes impulsivos y primarios, así como por sus alarmantes expresiones de fingida afectación, alcanzando cotas de desmesurada jocosidad. En el punto contrario se hallan sus conversaciones con las vecinas del pueblo o con su propio hermano, donde la Bautista demuestra un dominio absoluto del 'tempo', inflando sus escenas con el ritmo adecuado para lograr un brioso y modélico resultado del que carece buena parte de la película. Malvada tanto por lo que dice por cómo lo dice, Aurora Bautista volvió a dar rienda suelta a sus desmanes para ofrecernos un trabajo inigualable, enérgico, cargado de toda la fuerza teatral de la que disponía esta auténtica dama de la escena que se quedó injustamente fuera de las nominadas al Goya.


Algo que también merecía su compañera en la película Esperanza Roy, que con su peculiar poder de atracción cinematográfica, no debe extrañar a nadie que una vez finalizada la proyección de Divinas palabras a uno no se le pueda ir de la cabeza el magistral despliegue de esta comediante nata, una reina absoluta del género que ya comenzaba a espaciar peligrosamente sus incursiones para la pantalla grande. Encarnó a Rosa la Tatula, una mujer licenciosa y dicharachera, de vida alegremente alcohólica, que se pasea por las ferias desempeñando el único trabajo que sabe hacer: mendigar. Todo el talento, todo el arte, toda la chispa de esta actriz tantas veces puestos en entredicho a lo largo de su trayectoria, quedaron al servicio de un personaje realmente emblemático, que a pesar de su evidente importancia dentro de la trama, se le echa de menos cuando no aparece. Es tanta la atención que se gana Esperanza Roy en la piel de esta tunanta que logra ensombrecer a todos aquellos que osen compartir plano con ella. Hiperbólica y divertidamente exagerada, realmente esperpéntica, cada intervención suya es un regalo para el oído gracias a esa voz con eterno carraspeo en la garganta a la que añade el puntito iluso de pobre infeliz que convierten a su Tatula en un ser realmente entrañable. Cada plano que se le dedica lo devoran esos ojazos suyos, tan elocuentes, que no queda otra que rendirse irremisiblemente ante este portento de mujer, que avanza toda la película con su cómica cojera. Ya puede ser capaz de los actos más groseros y elementales, como que en pleno entierro de su amiga a ella sólo se le ocurra pensar en labrarse pronto una nueva compañera de fatigas, o que viendo la rentabilidad que ofrecen los desproporcionados órganos genitales del hidrocéfalo se dedique a explotarlos campechanamente; el retrato que de ella nos obsequia Esperanza está lleno de cariño, de una ternura inabarcable, con lo cual resulta imposible odiarla. Grotesca, miserablemente divertida e inolvidable, la actriz se superaba con este espontáneo y vivaz acercamiento al peculiar universo satírico de Valle-Inclán, probablemente la opción más clara de la que ha disfrutado la actriz de cara a un reconocimiento goyesco. 


Adscrita también al género cómico queda otra actuación flagrantemente olvidada aquél año, el regreso de María Luisa Ponte a los brazos de Berlanga para intervenir en Moros y cristianos, donde la actriz conseguía deslumbrarnos a todos con el estupendo sentido del humor que poseía en un trabajo desternillante como esa rica cantante de ópera retirada que trata de regresar a la actualidad pública vía prensa del corazón. Desde su primera aparición, la risa y el deleite campan a sus anchas por la cinta del genio gracias al estrafalario look que presenta la actriz durante toda su intervención y, aún más importante, por el gozoso y festivo recital que nos brinda la Ponte, transformada para la ocasión en toda una diva, que como tal peca de extravagante y colosal. Sus parlamentos, lanzados en agudo y casi a voz en grito, resultan tan impagables, aún más cuando vienen acompañados por esa actitud entre relamida y refinada, que no esconde un soberbio punto de caprichoso infantilismo, que se hace incomprensible que la Academia olvidase este descacharrante trabajo de María Luisa Ponte en beneficio del menos logrado de su compañera en el reparto Verónica Forqué.


Tampoco se comprende la ausencia entre las nominadas de algunas de las actrices del glorioso reparto de El bosque animado, de José Luis Cuerda, finalmente la ganadora del Goya a la mejor película. No hubiera desmerecido tal honor el diminuto empeño, de gran efectividad humorística, realizado por Amparo Baró, actriz que se marca un divertidísimo retrato de la típica señorita cincuentona, solterona y remilgada procedente de la gran ciudad y que se encuentra indefensa ante los “peligros” del campo y el bosque. Con la estimable colaboración de su compañera de fatigas en el reparto, Alicia Hermida, la Baró nos regaló algunos de los momentos más decididamente jocosos de la película y, aunque la profundidad y el realismo brillen por su ausencia en su trabajo (tampoco el tiempo del que dispone en pantalla así se lo permitía), sí que es cierto que su “caricatura” goza del inmediato favor del espectador debido a la cercanía y a lo reconocible de los aspectos externos que conforman la actuación de Amparo Baró.

Por supuesto, de este éxito bebe también el trabajo de Alicia Hermida, que junto a la Baró, nos obligó a pasar de la sonrisa cómplice y tierna en la que nos manteníamos durante todo el visionado de El bosque animado a una sonora y estrepitosa carcajada gracias a su estereotipado, sí, pero fiel, calcado retrato de esas señoritas melindrosas de ciudad que se vuelven quisquillosas ante los hábitos campestres. Sus secuencias, siempre en perfecta sintonía con la Baró, estaban cargadas de una sana y complacida ironía, hasta la secuencia nocturna, cuando ambos personajes, fuertemente autosugestionados, creen ser víctimas de los fantasmas que habitan en el bosque; aquí el disparate cobraba protagonismo y Hermida se revelaba como una enorme cómica, derrochando frescura y surrealismo a partes iguales, que bien hubieran merecido una justa candidatura al Goya.


Como también la merecía Encarna Paso, que en El bosque animado daba vida a esa tía avara y mezquina que trata a su sobrina de forma casi tiránica, dotando a su trabajo de una fuerza y una energía supremas, que nos estampan la actuación de la actriz haciendo casi imposible olvidarla. Son pocas las secuencias donde podemos disfrutar de la frialdad perversa y desconfiada con la que lleva a cabo toda su participación en el filme, pero la del reencuentro con su sobrina se erige pronto en la mejor de las que protagoniza, pues la altanería y la soberbia con las que había venido jugando la intérprete desaparecen de su rostro en el mismo plano para dejar paso a una sorprendente turbación, no poca envidia y algo de falso arrepentimiento. Todo ello en unos pocos, escasos, segundos. Este maravilloso momento daba fe de la estupenda categoría de una de las más desaprovechadas actrices del Cine Español.

Aprovechamiento artístico es como debe llamarse al regreso cinematográfico efectuado por Teresa Gimpera en Asignatura aprobada, de José Luis Garci, donde lograba dar muestras de una estupenda y maravillosa madurez interpretativa, muy alejada de la indecisión de su primera etapa, y es que, a pesar de lo poco desarrollado que está sobre el guión su personaje, la actriz lograba, de forma sencilla y serena, quedar como lo mejor de una película que pecaba en exceso de trascendente. Como esa fiel y leal amiga del protagonista, Gimpera aportaba el glamour y la elegancia que corresponden a su categoría artística, pero también sabía aprovechar la ocasión y marcarse un bonito y emotivo speech sobre la pérdida de la belleza y la desencantada madurez en una de las mejores y más recordadas secuencias de la película. Es de lamentar que, tras este desnudo emocional por parte de su personaje, que la intérprete ejecutaba con maravillosa suavidad y entereza, los responsables de la película nos privasen de su presencia. Con todo, la actriz se ganó el Premio de la Crítica de Nueva York a la mejor secundaria y también podría haberse colado entre las finalistas en la misma categoría a los Goya en la única clara ocasión que ha disfrutado para ello.


Tampoco Amparo Soler Leal tuvo suerte en los Goya de 1987. Su olvido el año anterior se repetiría, ahora en la categoría secundaria, cuando tampoco la incluyeron en la lucha final por el cabezón por su romántica y nostálgica actuación en Cara de acelga, especie de road movie espiritual dirigida por su amigo José Sacristán. Como Acacia, Soler Leal se queda grabada en la memoria del espectador al aportar a su personaje un tono casi infantil que, en la segunda parte de su intervención, adquiere un matiz considerable de desdicha, logrando ahí, con tan pocas palabras y con el uso magnético de una mirada francamente expresiva como arma principal, tocar la fibra sensible del respetable inspirando compasión hacia esa mujer que ha perdido por completo la orientación en el presente y vive refugiada de manera inconsciente entre sus recuerdos. Lejos de toda duda, un empeño mucho más interesante y conseguido que el de su compañera de reparto, la nominada Marisa Paredes.


Por último, habría que destacar también el trabajo llevado a cabo por la denostada Pilar Alcón en la del todo fallida Policía, de Álvaro Sáenz de Heredia, como una cabecilla avispada de la red de narcotraficantes protagonista. Un papel muy deslucido, por tiempo en pantalla y por la mala y escasa planificación que le dedica su director, pero con el que la intérprete sabe imponerse fácilmente en lo mejor de una función desastrosa a todos los niveles, sacando del vulgarismo y la obviedad en el que se encuentra su personaje gracias a una generosa dosis de magnetismo erótico, convenientemente salvaguardada por la aspereza de sus rasgos y la actitud represora y dominante a través de la que ejecuta toda su intervención en la película. Por lo menos, Alcón consigue dotar a su personaje de entidad propia y de cierto carisma con tan pocos elementos, todo lo contrario que la pareja protagonista, un novato cinematográficamente hablando Emilio Aragón y una siempre equivocada Ana Obregón, que por mucho que se empeñan sólo obtienen parodias donde debíamos encontrar interpretaciones.

3 comentarios:

Alex dijo...

Yo incluiría a Massiel por La vida alegre, me parece que su prostituta es muy carismática y adorable. Pasados los años es lo que más recuerdo de la película.

Aunque lo de ese año no tiene nombre. Forqué no merecía ninguno de los 2 aunque hay que reconocer que en La vida alegre interpretó a un personaje diferente al que se le suele asociar. Pero claro su rival era Irene Gutiérrez Caba.

Pero lo mejor de ese año fue la nominación de Pedro Ruíz por poner acento "valensiano" y no hacer nada especial.





Anónimo dijo...

Para mí ese año debía haber sido el goya para Esperanza Roy por su Rosa la Tatula de "Divinas palabras". Francamente maravillosa!! la que no etsá en esta lista como posible nominada es la gran Florinda Chico por "La casa de Bernarda Alba", otra interpretación muy alejada del repertorio de esta actriz.

Unknown dijo...

A Florinda Chico la incluimos entre las olvidadas a principal ppr la extensión de su papel.