martes, 9 de abril de 2013

Sara Montiel (1928-2013): un mito de otra época.


El Cine Español, con mayúsculas, está de luto. Lleva así toda una semana y es que en pocos días nos han dejado unas cuantas personalidades que forman parte ya de su historia. Si la pérdida del maestro de la serie Z Jesús Franco, el pasado martes 2 de abril, o la de la estrella más anciana de las sitcoms, Mariví Bilbao, al día siguiente, entraban dentro de la normalidad en esto que llamamos Vida, la muerte del director Bigas Luna, el viernes 5 a los 67 años impactó en la opinión pública de forma súbita. Nadie lo esperaba. Pero así es la vida. Suena a manido, pero siempre nos quedará el Cine. A él tendremos que apelar una vez más porque ayer, 8 de abril de 2013 nos dejaba, por causas naturales a los 85 años, Sara Montiel, estrella indiscutible de nuestra cinematografía que no sólo traspasó fronteras en el ámbito laboral, sino que además protagonizó uno de los pocos fenómenos sociológicos que ha dado nuestro cine. En su tiempo, hubo más y mejores actrices que ella, y las hubo también que disfrutaron de una posición estelar insólita y privilegiada para nuestra raquítica cinematografía, pero ninguna de ellas logró cimentar un mito, en el sentido hollywoodiense del término, tan grande e importante como el de Sara Montiel. 

Bautizada como María Antonia Aurelia Isidora Vicenta Josefa Abad Fernández, tuvo que dejar en plena infancia su Campo de Criptana (Ciudad Real) natal debido al estallido de la Guerra Civil. Establecida su familia en Orihuela (Alicante), la joven llamó pronto la atención del periodista José Ángel Ezcurra, fundador de la revista Triunfo, mientras interpretaba una saeta durante una procesión de Semana Santa. Ezcurra la convenció para presentarse a un concurso para aspirantes a actrices, que finalmente ganó, debutando en la gran pantalla a la tierna edad de 16 años con un pequeño papel en Te quiero para mí (1944), de Ladislao Vajda, bajo el nombre artístico de María Alejandra, seudónimo que cambiaría por el de Sara Montiel definitivo tras poner su carrera en manos del representante Enrique Herreros, que inmediatamente consiguió para la jovencita su primer protagonista en Empezó en boda (1944), comedia original del propio realizador, Raffaello Matarazzo, y donde la emparejaban ya nada menos que con Fernando Fernán Gómez, encarnando a unos jóvenes recién casados en continuas disputas conyugales. La joven, de felina y sugerente belleza, se hizo pronto un hueco propio en la producción nacional gracias a un físico ciertamente generoso, aunque por lo general sus cometidos para la gran pantalla sólo requiriesen de la novata intérprete el estar guapa, daba lo mismo que fuese en un papel secundario, como El misterioso viajero del clipper (1945), de Gonzalo Delgrás, o en un nuevo protagonista junto a Fernán Gómez, Se fue el novio (1945), de Julio Salvador. No es de extrañar, por tanto, que cuando logró acceder a la primera fila de la producción nacional, lo hiciese para desempeñar cometidos meramente decorativos. Sucedió así en Bambú (1945), de José Luis Sáenz de Heredia, melodrama para el lucimiento de la estrella Imperio Argentina en medio de un peculiar triángulo amoroso con Luis Peña y Fernando Fernández de Córdoba. O en la superproducción Don Quijote de la Mancha (1947), sin duda la mejor de las adaptaciones que se han hecho para la gran pantalla del célebre personaje cervantino, debida a Rafael Gil, y en la que la Montiel salía muy guapa, sí, pero también muy mal parada de su equiparamiento artístico con un elenco irrepetible, capitaneado por el gran Rafael Rivelles y que incluía a Juan Calvo, Fernando Rey, Manolo Morán, Guillermo Marín, Julia Caba Alba o Francisco Rabal.

En la cinta de episodios Por el gran premio (1947), de Pedro Antonio Carón, Montiel se mostró del todo coqueta generando ambigüedad en la piel de su virtuoso personaje, antes de volver a la producción de prestigio de la mano de Sáenz de Heredia y el melodrama trágico sobre la popular saga familiar de los Rius, Mariona Rebull (1947), quizás uno de los peores títulos de tan fundamental cineasta que si merece un visionado es por asistir al inusual y subrepticio despliegue erótico de una Montiel, todavía en papel secundario, que empezaba a ser consciente de su fuerte interpretativo. Acto seguido, y también para el mismo director, explotó su perturbadora belleza dando vida de manera impagable a una indígena en el celebrado drama La mies es mucha (1948), que la volvió a reunir en la gran pantalla con Fernán Gómez. Y más tarde encarnó literalmente la perdición de los hombres en el policíaco Confidencia (1948), de Jerónimo Mihura. Por entonces, era ya una de las ineludibles en las grandes superproducciones de la época, ya fuesen claramente ensalzadoras de los valores castrenses del Régimen, como Alhucemas (1948), de José López Rubio, como eminentes producciones de corte histórico, como la importantísima Locura de amor (1948), de Juan de Orduña, que no sólo encumbró a su protagonista, Aurora Bautista, e implantó la moda por las "películas de cartón-piedra" en nuestra cinematografía, sino que permitió a la Montiel ejercer  con todas las de la ley de auténtica 'devora-hombres'. 

Con Fernando Rey en Locura de amor (1948).

Probablemente cansada de responder en la gran pantalla siempre al mismo arquetipo de mujer, indudablemente infravalorada, Sara Montiel, tras efectuar una breve aparición en la aparatosa Pequeñeces (1950), de nuevo para Orduña y en el rol de una prostituta de lujo, y volver a coincidir con Fernán Gómez en la disparatada comedia El capitán Veneno (1950), de Luis Marquina, siguió el consejo de su pareja por aquél entonces, el dramaturgo Miguel Mihura, y firmó un contrato con la productora Hispamex para rodar en México Furia roja (1951), de Steve Sekely y Víctor Urruchúa. Famosa al otro lado del Atlántico gracias al éxito obtenido fuera de nuestras fronteras por Locura de amor, Sara Montiel no tardó en asentarse casi en una posición estelar dentro de la cinematografía mexicana, de lo que da fe el emparejamiento artístico que disfrutó ya en sus primeras cintas, nada menos que con Arturo de Córdova, en la primera, con Katy Jurado, en la segunda, el drama Cárcel de mujeres (1951), de Miguel M. Delgado. Pero su partenaire más habitual sería el emblemático Pedro Infante, junto al que protagonizó el folletín Necesito dinero (1952), y los westerns Ahí viene Martín Corona (1952) y su secuela El enamorado (1952), ambas de Miguel Zacarías. Interrumpió su trayectoria mexicana para intervenir en un pequeño papel en la co-producción entre Estados Unidos y España Aquel hombre de Tánger (1953), dirigida al alimón entre Robert Elwyn y Luis María Delgado. Y logró que directores como Juan José Ortega o Chano Urueta pusiesen en pie nuevos y poco o nada hilvanados folletines para su único y exclusivo lucimiento: Piel canela (1953), cuyo cartel promocional rezaba: "Sara Montiel, la española más guapa del mundo", y Yo no creo en los hombres (1954), del primero; Se solicitan modelos (1954) y Por qué ya no me quieres (1954), del segundo. 

Con Gary Cooper, en Veracruz (1954).

Sus éxitos mexicanos traspasaron pronto las fronteras y Hollywood, siempre avispado en lo que a nuevas y rentables futuras estrellas se refiere, reclutó a la actriz para encarnar a una revolucionaria mexicana en la superproducción Veracruz (1954), dirigida por Robert Aldrich y protagonizada por dos estrellas de la categoría de Gary Cooper y Burt Lancaster. La Montiel, midiéndose ante semejantes astros del celuloide, apareció bellísima y fascinante, aunque no lograse desplegar ante la cámara una personalidad en verdad cautivadora. La Columbia no quiso dejar escapar a la recién descubierta belleza y le ofreció un contrato estándar de siete años, que la española rechazó temerosa ante un posible encasillamiento artístico en papeles de india o chicana y ante los que no podría negarse en virtud de la famosa cláusula de exclusividad que imponían los estudios hollywoodienses por aquél entonces. Así, pudo regresar a México para ponerse de nuevo a las órdenes de Ortega en otro folletín a su medida, Frente al pecado de ayer (1955), antes de regresar a Hollywood para ponerse a las órdenes de Anthony Mann en el ridículo vehículo para el tenor y actor Mario Lanza, Serenade (Dos pasiones y un amor) (1955), donde la hacían rivalizar por el amor del protagonista nada menos que con una Joan Fontaine en horas bajas. Indudablemente incómoda y poco acertada en su labor interpretativa, Sara Montiel logró, por lo menos, cazar al director y convertirlo en su esposo.

Con Mario Lanza, en Serenade.
Acto seguido, la actriz encajó un nuevo papel de india en el violento e interesante western Run of the Arrow (Yuma) (1956), debido a Samuel Fuller, y lograba ser seleccionada para darle la réplica nada menos que al mítico Clark Gable en Band of Angels (La esclava libre) (1957), de la que se iba a encargar el genial Raoul Walsh, y que a buen seguro la hubiera terminado de consolidar en Hollywood. Pero, en un insólito y decisivo cambio de proceder, Sara Montiel rechazó la oferta y aceptó, en su lugar, la ofrecida por Juan de Orduña para regresar a territorio nacional y protagonizar el melodrama musical El último cuplé (1957). El espectacular y sorprendente éxito comercial de la película pilló por sorpresa a una Sara Montiel que, además, había tenido que grabar con su propia voz las canciones de la cinta, cuando inicialmente iban a ser dobladas por una cantante profesional. Su voz, nueva en el panorama musical del momento, gustó tanto por su gravedad, que en seguida le llovió un contrato discográfico con la filial española de la empresa transnacional Columbia Records. En el terreno interpretativo, traspasaba las fronteras de lo permitido y, con un sentido sumamente erótico, del todo innovador para la época, se erigía en el mito erótico por excelencia de nuestra cinematografía a través de una detallada exaltación de la sugerencia, mediante recursos y gestos que hoy día pueden parecernos ridículos, pero que en su momento resultaron una auténtica bomba de relojería: los ojos entornados, la expresión apasionada, ese modo de hablar parsimonioso suyo, dejando entrever además la lengua. El poder erótico de la estrella obnubiló casi por completo los defectos en su composición, lo que explica que el Círculo de Escritores Cinematográficos la premiase como la mejor actriz del año. El taquillazo de El último cuplé, histórico en nuestro cine, significó la entrada por todo lo alto y con todos los honores en el firmamento artístico español de su protagonista, felizmente recuperada para nuestra industria.

El último cuplé (1957).

Entre la disyuntiva que suponía regresar a Hollywood para seguir interpretando papeles de hispana en toda suerte de westerns o permanecer en España aprovechando el más que sólido y beneficioso éxito alcanzado con El último cuplé, Sara Montiel lo tuvo claro. Así, abandonó su incipiente carrera de actriz dramática en Estados Unidos y tomó la decisión de ligarse, casi por completo, a este mismo tipo de películas, exigiendo la estratosférica cantidad (para el momento y en nuestro país) de un millón de dólares por cinta, lo que la convirtió en la actriz mejor pagada hasta la fecha. Así, la Montiel reincidió en nuevos y pueriles argumentos de semejante corte (chica de clase humilde que terminará triunfando en el mundo de la canción arriesgando con ello el amor verdadero), cuya primera entrega no se hizo esperar: La violetera (1958), de Luis César Amadori, lógica consecuencia del éxito de la anterior. Convertida también en todo un éxito de taquilla, lo que confirmaba a la industria en lo que se refería a la rentabilidad de estos productos concebidos de manera tosca y superficial como meros vehículos para el lucimiento de una Sara Montiel verdaderamente entregada a la causa y a la que le llovieron premios a la mejor actriz por todos los frentes: uno nuevo del CEC, otro de la revista Triunfo y uno más del Sindicato Nacional del Espectáculo.


Esta fórmula se explotó hasta la saciedad y el hartazgo, con algunas que otras variaciones: como la de efectuar una adaptación de la famosa obra de Prosper Merimée sólo para que la diva pudiese lucir picardía y pegajosa sensualidad en Carmen, la de Ronda (1959), perpetrada por Tulio Demicheli; o la de ambientar el ascenso triunfal a la popularidad y su posterior renuncia por amor en Argentina, emparejándola con el soso galán francés Maurice Ronet, en Mi último tango (1960), de nuevo con Amadori; o la de ampliar el abanico de pretendientes de uno a tres (a cada cual más desacertado, por cierto), como ocurría en Pecado de amor (1961), también de Amadori, título además célebre porque para poder hacer esta cinta se había atrevido nada menos que a rechazar el papel de Doña Jimena en la superproducción que Anthony Mann decidió rodar en suelo español de El Cid (1961) y que, finalmente fue a parar a las manos de Sophia Loren. Con Pecado de amor ganó otro Premio Triunfo a la mejor actriz, sumó un nuevo bodrio a su recién estrenada trayectoria de auténtica estrella de la pantalla y perdió la oportunidad de apuntarse una magnífica obra maestra a su filmografía.


Poco importaba un sacrificio semejante si a cambio ella podía disfrutar plenamente de un género en sí mismo concebido para su exclusivo lucimiento. La bella Lola (1962), de Alfonso Balcázar, La reina del Chantecler (1962), de Rafael Gil, que apenas obtuvo eco comercial, Noches de Casablanca (1963), de Henri Decoin, o Samba (1965), también de Gil, con la Montiel en doble papel de arrabalera, evidencian el desgaste de la fórmula a causa de la insistencia en la misma, llegando a ser la última una auténtica desconocida incluso para los fans más adictos de la estrella. La diva pareció no advertir que la reiteración de sus argumentos podía significar algún día no muy lejano un gran descalabro comercial, algo que literalmente ocurrió con La mujer perdida (1966), de Demicheli, donde la pulsión erótica y al mismo tiempo puritana exhibida por la diva se permitía, gracias a la flexibilidad a la que se había llegado desde la Censura, rozar más que nunca lo explícito. Ante el fracaso de ésta, Sara Montiel buscó a dos excelentes guionistas para que le prepararan su próximo vehículo, titulado Tuset Street (1968) y reclutó nada menos que a Rafael Azcona y Jorge Grau para escribir una película que comenzó dirigiendo éste último, pero que terminó firmando Luis Marquina. Pero ni por esas logró sortear un sonado fracaso comercial, de un público que ya no se escandalizaba tan fácilmente, por mucho que se aumentaran las dosis de morbo en sus argumentos, caso explícito el de su siguiente película, Esa mujer (1969), plana y aburrida realización de Mario Camus para un argumento del todo disparatado, que pedía a gritos un tratamiento en cierto modo más arriesgado y original. Atentos: cuenta la historia de una monja que tras ser violada entre varios mercenarios da a luz a una niña que dan por muerta y que con el tiempo termina convirtiéndose en una famosa tonadillera. Engañada una y otra vez por sus numerosos amantes, cuando encuentre a su verdadero amor resultará ser el marido de la niña nacida de aquélla violación. ¡Ahí es nada! Y ahí tenemos a Sara Montiel, metida en semejante berenjenal y sacándose del pecho una de las peores interpretaciones que se recuerdan en una pantalla grande. Algo similar ocurrió y llevó al traste Varietés (1971), por mucho que esta vez se tratase de reforzar el lado de la dirección con el concurso del experimentado y prestigioso Juan Antonio Bardem.

Cinco almohadas para dos (1974).

Con su trayectoria cinematográfica en un lugar de evidente indefensión, Sara Montiel decidió entonces tomarse un breve descanso y cuando decidió volver, lo hizo para decir adiós de manera definitiva. Claro, que protagonizar un bodrio como Cinco almohadas para una noche (1974), de Pedro Lazaga, truño semi-erótico con la Montiel en doble papel de madre e hija, no debía ser plato de buen gusto. Decepcionada con el giro hacia el que había virado su carrera en una industria en la que ya no había sitio para grandes estrellas como ella protagonizando historias más intensas que la vida misma si escena sí, escena también, no se ponía algo de carne en el asador (se vivía entonces el auténtico auge del cine del destape en nuestro país), un precio que una ya cincuentona Sara Montiel no estaba dispuesta a pagar; tomó la firme y tajante decisión de abandonar el cine por completo y dedicarse con exclusividad a su faceta musical, con espectáculos musicales que la mantuvieron en boca de todos durante el resto de las dos décadas siguientes. Más famosa en los últimos años por su intensa y publicitada vida sentimental, poco importa que esto haya desmitificado hasta el ridículo y lo soez la imagen fílmica de la, probablemente, principal estrella (al modo estadounidense) que ha dado nuestro cine, sobre todo cuando a ella tampoco le importó nunca haberse despedido de la gran pantalla con semejante engendro como testamento de una trayectoria digna de estudio solo por su alcance popular y su repercusión social, reflejo absoluto de la oprimida y catolicista España de la época. Y aunque las haya habido mejores, Sara Montiel las adelantó siempre a todas y pasará a la Historia del Cine Español por ser precisamente eso, una adelantada a su tiempo, una indiscutible pionera.


0 comentarios: