viernes, 14 de junio de 2013

"Insensibles" podría haber sido una obra redonda, pero no quiere.


Últimamente, en una tendencia que podría convertirse pronto en un género en sí mismo, el fantástico español viene apostando fuerte por contextualizar historias más o menos terroríficas dentro del marco de una cruda y descarnada Guerra Civil, abordando la temática desde la periferia y tomándola como excusa para encuadrar la psicología del horror en unos personajes ya de por sí amedrentados por la contienda. Con mayor o menor fortuna, con más o menos simbolismos, en los últimos años han aparecido títulos que se han erigido en piezas claves de la historia del género fantástico nacional. Con las producciones de Guillermo del Toro, El espinazo del diablo (2001) y El laberinto del fauno (2006) a la cabeza, tampoco podemos olvidar las cautivadoras aportaciones de Agustí Villaronga, El mar (2000) y, sobre todo, la imprescindible Pa negre (Pan negro) (2010). Es precisamente ésta última la que me asalta a la cabeza al inicio del visionado de la que ahora nos ocupa, también ambientada en los lejanos, oscuros y desconocidos años 30 del pasado siglo, en una Cataluña eminentemente rural, Insensibles (2012), primer largo de Juan Carlos Medina, se abre de manera sugestiva al mostrarnos una población campesina asaltada por el miedo ante aquello que no alcanzan a comprender tras el descubrimiento de que algunos de sus niños padecen una extraña enfermedad que les hace insensibles al dolor, lo que obliga a la comunidad a encerrarles de por vida por su bien y por el de los demás. Paralelamente, viajamos al presente para asistir al inicio del desolador trauma de un neurocirujano, que tras perder a su esposa en un accidente de tráfico, le será descubierto un cáncer que precisará de un trasplante de médula para sobrevivir.


Dos puntos de partida indudablemente atractivos de dos historias aparentemente distantes que tras ir alternándose de manera compositiva, acaban componiendo un puzzle que, en su recta final, termina por defraudar un tanto las expectativas generadas en la construcción de ambas tramas. La primera está recorrida en todo su planteamiento por un halo entre mágico y sobrenatural, a lo que ayuda sobremanera el excelente trabajo fotográfico de Alejandro Martínez, que acierta de pleno al manejar la luz (con el concurso impagable de una excelente ambientación musical) para ir trasladando al espectador desde una fascinada sensibilidad empática hacia el encarcelamiento de esos niños, víctimas de una sociedad incapaz de comprenderles, hasta la turbación y el espanto que supone asistir al descubrimiento del soterrado trastorno psicológico del niño protagonista, a partir de donde, gracias a un cambio de atmósfera imperceptible a ojos del espectador, la imagen obtiene un incuestionable aroma a terror gótico, casi demoníaco, que mezcla para este espectador ecos del "Frankenstein", Mary Shelley, con el "Hellraiser", de Clive Barker, y hasta, si me lo permitís, de El hombre elefante (1980), de David Lynch.


La segunda historia arranca con la espectacular y vibrante planificación del accidente de tráfico (una de las mejores que este mortal ha visto en el cine español) y se adhiere sin concesiones al magullado (exterior e interiormente) rostro de un correcto y funcional Àlex Brendemühl, para contarnos con una conveniente frialdad expositiva, el viaje físico y emocional de ese hombre en búsqueda desesperada de un pasado, que ni siquiera atisba a imaginar, para sortear su irremisible condena a muerte. Si bien el trabajo de Brendemühl sirve para mantener nuestra atención sobre esta trama, el debutante director parece más interesado en atar los cabos que la unen a la anterior y se aprecia cierta precipitación en el transcurrir de los acontecimientos, lo que impide al espectador conectar con las virtudes de un diseño de producción en verdad cautivador y desconcertante, pero que pierde eficacia gracias a un guión que, si bien durante la primera mitad ha jugado favorablemente a dar rodeos sobre el enigma central (la relación entre ambas tramas), peca de atropellado en su parte final, restando impacto a un desenlace que merecía a todas luces un tratamiento mucho más cercano al terror y no tanto al melodrama.


Presente en la Sección Oficial del pasado Festival de Sitges 2012, donde fue saludada de forma entusiasta por la crítica especializada, Insensibles termina siendo una frustrante muestra de falta de riesgo ya que su novel director parece responder a la máxima (invertida) del "puedo y no quiero". Y es que con una premisa tan sorprendente y admirable y habiendo demostrado con creces poseer inteligencia y buen gusto a la hora de planificar y orquestar con evidente maestría y buen pulso todos los elementos de una ingeniosa y evocadora puesta en escena, cabrea el que todo acabe en una resolución, eminentemente trágica, sí, pero que abandona los códigos del género en aras de cerrar el círculo lanzando un inesperado y fútil mensaje sobre la familia como institución. Algo que empaña hasta cierto punto el alcance de una película compleja, que logra combinar a la perfección imágenes escabrosas con una sofisticada factura técnica (donde, aunque quede pueril señalarlo, chirría el resultado final de algunos efectos digitales); pero que no disuade de seguir la pista a un Juan Carlos Medina que ha logrado revelarse para bien en el panorama del fantástico español, aunque se desestimara su película en las nominaciones a los pasados Premios Goya.


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