martes, 11 de junio de 2013

El estupendo "yo" de Àlex Brendemühl.


Tras muchos meses anhelando este momento, este viernes llega por fin a las salas Insensibles (2012), debut en la dirección de largometrajes del hasta ahora cortometrajista Juan Carlos Medina. Una obra adscrita sin disimulo al cine fantástico que, sin ser una obra redonda, nos devuelve a la actualidad cinematográfica a uno de los actores más inclasificables, magnéticos y brillantes, amén de versátiles, con los que cuenta nuestra cinematografía en la actualidad: Àlex Brendemühl. Poniendo como excusa este nuevo protagonismo cinematográfico del actor, diana de estupendas críticas hace tan solo unas semanas tras la presentación internacional de Wakolda, de Lucía Puenzo, co-producción entre Argentina, España, Francia y Noruega, en el reputadísimo Festival de Cannes 2013, recuperamos uno de sus mejores trabajos para la gran pantalla a través de nuestras Grandes Performances: yo (2007), de Rafa Cortés.


Y no es de extrañar que su protagonismo en esta cinta pase a la historia por ser una de sus más logradas interpretaciones y es que ser uno de los creadores del personaje que vas a interpretar tiene que tener sus ventajas. Aunque esto a Brendemühl no le debe influir demasiado si atendemos a los trabajos anteriores realizados por este catalán en películas como Las horas del día (2002), de Jaime Rosales, o En la ciudad (2003), de Cesc Gay. Con yo, Brendemühl debutó como guionista junto al director del filme y se reservó para sí el papel principal: Hans, un trabajador alemán que llega a un pueblo de Mallorca para ocupar un puesto que pertenecía a otro alemán desaparecido misteriosamente. Sintiéndose culpable de algo que no ha hecho por la absurda razón de estar en el sitio incorrecto en el momento equivocado, Hans evoluciona durante todo el metraje confrontándose consigo mismo, con su propio sentimiento de culpa y con las apariencias que su comportamiento pueda generar en los vecinos.


Realizando parte de su actuación en un perfecto alemán (su padre lo era), Brendemühl logra perderse por completo en la piel de ese bicho raro y, como ya ocurriera en Las horas del día, nos obsequia un proverbial recital interpretativo, caracterizado en sus aspectos externos por un estupendo acento extranjero, un movimiento corporal hierático y una mirada asustadiza, débil y angustiada. Todo ello decorando una parte interna no menos apasionante. Por un lado, una sensación de congoja recorre cada una de sus intervenciones, como si al mínimo cambio de planes fuese a estallar en un incontrolable y desconsolador llanto. Por otro, reina en su asimilación del personaje la frialdad y el individualismo que se les adjudican a los norteños.


Así, Àlex Brendemühl sostiene estoicamente sobre su espalda todo el peso de la película haciéndonos vivir en carne propia la insoportable sensación de que estamos ante una persona desequilibrada y culpable, cuando la verdad es otra. Es tal el poder de las imágenes de yo y de la actuación de su protagonista, que sería fácil acusar a Hans del delito que no cometió simplemente porque compartimos con él ese insufrible sentimiento de culpa. Estamos, pues, ante un trabajo magnífico, áspero, de una calculada sobriedad y una sutileza física que rozan la perfección en cada escena, en cada momento. Y, en definitiva, ante otro digno merecedor del premio al Mejor Actor en el Festival de Málaga de aquél año, donde la película participaba en la Sección Oficial a concurso y acabó yéndose prácticamente de vacío. Premiado en el Festival de Toulouse, así como también con un merecidísimo Premio Sant Jordi por toda su labor aquel año, pasará a la historia por ser uno de los más injustos olvidos de la Academia para sus Premios Goya.


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