sábado, 23 de noviembre de 2013

Gabino Diego ganó su Goya por no decir ni "mu" en "¡Ay, Carmela!"


Mala cosecha la del 1990 para el Cine Español. Tan mala que, tras visionar la mayor cantidad de títulos estrenados a lo largo del año que daba inicio a la nueva década, no nos queda otra que hablar del decepcionante nivel medio en la calidad de la producción cinematográfica de nuestro país. Razón por la que se entiende, primero, el que la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España tomara la decisión de reducir el número de candidatos en todas las categorías competitivas de los Premios Goya, volviendo de los cinco que habían venido siendo nominados en las dos anteriores entregas, a los tres con los que se iniciaba la entrega de cabezones en las dos primeras ediciones. Y, segundo, se comprende que solo un número bastante reducido de títulos lograra aspirar en alguna categoría de los Premios Goya, obteniendo además dos de ellos la friolera de 15 nominaciones, lejos de toda duda, las dos películas más redondas de las estrenadas por nuestra industria aquel 1990: ¡Átame!, de Pedro Almodóvar, y ¡Ay, Carmela!, de Carlos Saura. El reparto de premios puede considerarse injusto debido al desprecio acaecido hacia la primera, que se fue de vacío, con respecto a la segunda (13 en total), pero en lo que respecta a la categoría relativa al mejor actor secundario, no está de más señalar el acierto de la Academia por preferir el carismático trabajo de una joven promesa frente a la labor de un verdadero monstruo de la interpretación en un papel que, literalmente, lo desaprovechaba.


Evidenciando así su firme predilección por aupar cuanto antes a las emergentes estrellas de nuestro raquítico star system, la Academia entregó su quinto Goya al mejor actor de reparto a un joven Gabino Diego, que había tenido la fortuna de caer en los brazos de Carlos Saura, para el que incorporó al mudo Gustavete en ¡Ay, Carmela!, empeño que el actor ejecutó de maravilla y es que su cara de lelo encajaba a la perfección con la descripción del personaje. Pero al mismo tiempo el joven actor aportó a su trabajo un extraordinario patetismo y una insondable carga de emotividad, obteniendo una actuación fuertemente conmovedora, propiciada por la tierna y candorosa inocencia exhibida por Gabino Diego a lo largo de todo el metraje, razones más que suficientes para justificar el aplauso generalizado de toda la industria, llegando a ser nominado a los Fotogramas de Plata como mejor actor de cine y como mejor actor de reparto a los Premios del Cine Europeo, categoría en la que ganaría luego este correspondiente Goya de la Academia Española de Cine, robándoselo limpiamente a un grande como Francisco Rabal. El Goya le situó como uno de los jóvenes intérpretes más cualificados de cara al futuro dentro del panorama cinematográfico nacional, aumentando considerablemente el nivel de ocupación de la recién instaurada estrella, un aumento de categoría y prestigio artísticos del que daría testimonio la misma Academia, que le volvería a incluir entre los candidatos a sus premios Goya en las dos siguientes ediciones.


Favorito al premio más por su trayectoria que por su trabajo específico en ¡Átame!, Francisco Rabal tuvo que lidiar en su primera nominación al Goya con la deficiencia que acarrean todos los personajes de ¡Átame!, y por extensión casi todos los que conforman la filmografía de Pedro Almodóvar: el servir como meros pretextos a los intereses estilísticos y narrativos del realizador, con lo cual los intérpretes encargados de darles vida en pantalla disponen de poco margen de maniobra a la hora de incorporarlos. Tras el visionado de ¡Átame! a uno le queda la molesta sensación en el cuerpo de que ha asistido a un desaprovechamiento gratuito de Francisco Rabal. En un personaje poco desarrollado, absolutamente lineal y, hasta cierto punto, caricaturesco, la enorme presencia de este actor, emblema por antonomasia del Cine Español, se desborda completamente del plano anecdótico en el que está dibujado su Máximo Espejo, pidiendo a gritos un mayor tratamiento y lucimiento para este director recluido en una silla eléctrica y enamorado hasta las trancas de su actriz protagonista. Rabal responde con la convicción natural a la que nos tiene acostumbrados, dentro de las limitadas líneas en las que se le permite jugar, construyendo un personaje que salva la caricatura lasciva y degenerada a través de la tierna y compasiva mirada que el actor dirige hacia su objeto de deseo. Eso y la contundente fuerza expresiva que es capaz de transmitir, incluso preso de una nula movilidad corporal, únicamente a través de la inteligente transparencia de su rostro, convierten su intervención en ¡Átame! en un disfrutable espectáculo, no exento de humor, ese tan absurdo y delirante que suele caracterizar las réplicas escritas por el manchego y a las que Francisco Rabal aplica no poca sorna e ironía en sus locuciones. Con todo, supone un trabajo aplicado y con suficiente gracia y espontaneidad como para llamar la justa atención de los Académicos, pero también es un empeño demasiado esquemático y desagradecido, injustamente olvidado por la trama hacia el final del metraje y, en definitiva, muy por debajo de la categoría artística de este maestro.


Como tercero en discordia, casi sin ninguna opción al premio frente a los anteriores, se encontraba Juan Echanove, que volvía a ser finalista, justo un año después y también como secundario, gracias al thriller A solas contigo, de Eduardo Campoy, donde el actor echaba por tierra su bien cimentada imagen de chico bobalicón para meterse en la piel de un astuto y cruel asesino en constante acoso de una testigo ciega. La sangre fría exhibida por el intérprete en la espléndida y lograda secuencia del ascensor supone el clímax neurótico de un estupendo trabajo interpretativo que se desarrolla durante toda la película a un gran nivel, destacando por méritos propios sobre el resto del reparto gracias a la austeridad empleada por el actor y a la estudiada y admirable minuciosidad con la que Juan Echanove matiza y recalca cada una de sus intervenciones, decorando con su trabajo situaciones que, sobre el guión, carecen de la originalidad o el efecto sorpresa deseados, imponiéndose de este modo, casi sin esfuerzo, en lo mejor de una de las pocas películas remarcables estrenadas en esa temporada. Por suerte, la Academia no pasó en alto su trabajo en A solas contigo, logrando sumar Echanove una tercera nominación a los Premios Goya que daba fe de la vertiginosa admiración que toda la industria llegó a sentir por este intachable profesional en muy poco tiempo.

Los Olvidados.


Razón principal por la que interesarse por el visionado de La sombra del ciprés es alargada, última realización del español afincado en México Luis Alcoriza, basada en la primera novela de Miguel DelibesEmilio Gutiérrez Caba se impone pronto como lo mejor de una función aséptica y académica, de cierta atmósfera pero lánguido alcance, interpretando el papel del profesor Don Mateo Lesmes, el hombre encargado de tutelar la infancia huérfana del niño protagonista de la obra. Con su participación, supeditada a la desequilibrada interpretación del cuadro infantil, Gutiérrez Caba apenas ha de efectuar esfuerzos extras para destacar, decayendo además notablemente el interés de la película en la segunda parte, cuando la narración asiste a la vida adulta de Pedro. El veterano intérprete acomete con una estoica sencillez la personalidad de su rol, un tipo estricto y de moral pesimista que, no obstante, se muestra siempre amable y comprensivo en el trato con sus alumnos. Con su maestría acostumbrada, Gutiérrez Caba logra dar en la diana de la actitud represora de su rol, interpretando desde la austeridad corporal y gestual la convicción sombría que de la vida posee el personaje, siendo desconcertante el que este ejercicio de precisión pasara inadvertido ante los ojos de una Academia que, sin embargo, nominó al filme en la categoría al mejor guión adaptado. 






Rodada en 1988, pero estrenada en 1990, la adaptación que Horacio Valcárcel y Antonio Mercero llevaron a cabo de la novela de Miguel Delibes, El tesoro, puso en bandeja para un experimentado Álvaro de Luna un nuevo empeño de hombre primario, un aldeano iletrado que ve peligrar su dignidad y la de todo su municipio con la llegada de unos arqueólogos dispuestos a desenterrar el tesoro celtibérico que ocultan las tierras que rodean al pueblo. Con una colosal contención, De Luna infunde algo parecido al terror desde un estudiado estatismo corporal y una parquedad gestual sobrecogedora, no exenta de la asimilación pertinente de ademanes típicamente rurales y de una contundencia y solidez en el talante, lo que da la idea justa de la cerrazón y el primitivismo moral que embargan la existencia de su rol, que emerge pronto como un avezado cabecilla en la salvaje tarea de defender lo que todo el pueblo considera que les pertenece. Rotundo incluso en la actuación de los brutales actos de violencia de su personaje, El Papo, con el lastre que podía suponer incorporar a un personaje anclado a una aparatosa pata de palo y a una muleta, un ajustado y soberbio De Luna volvía a dejar claro con El tesoro su extraordinaria categoría artística, en un empeño que podría haberse tachado de estereotipado de no ser por el grado oportuno de miseria y barbarie que incorpora el intérprete al dibujo del mismo. Razones de peso para incluirle en la lista de los olvidados al Goya en aquella edición.


Incorporando con estudiado porte y distinción a un empresario erudito, Jordi Dauder hubiera merecido también figurar candidato a aquel Goya al mejor actor secundario gracias a La teranyina (La telaraña), monumental fresco histórico orquestado por Antoni Verdaguer y enmarcado, aunque no directamente, en la histórica Semana Trágica de Barcelona a principios del Siglo XX. Dauder mantiene la compostura de manera incólume a lo largo de la práctica totalidad del metraje, en consonancia con el segundo plano al que recluye la narración a su personaje, un tipo maquinador e intrigante cuya verdadera implicación en la trama principal no conoceremos hasta el final, cuando sin perder ni un ápice de la clase con la que había venido decorando la función, nos la desvelará orgulloso, aunque también taimado, pues en la batalla por el poder, ganar más que un premio conlleva la condena de suscitar envidias y desconfianzas varias. Así, Dauder da forma a un esmerado, detallado e impoluto trabajo interpretativo que le hizo merecedor del Premio Sant Jordi al mejor actor del año.


Con mucho menor tiempo en pantalla que su compañero de reparto, José Soriano volvía a merecer ser incluido entre los olvidados a un Goya, por tercer año consecutivo y ya en la categoría de reparto, gracias al corto empeño llevado a cabo en El tesoro, de nuevo a las órdenes de Antonio Mercero. Daba vida al aprovechado vecino descubridor, con malas artes, del tesoro del título, tras lo cual tratará de sacar tajada económica pese a quien le pese. Sorprende en su trabajo la sencillez con la que un actor tan ajeno a la mísera y primaria condición de ser de la gente del campo manchego retratada por Delibes en su novela, logra aclimatarse a la misma y dar voz en su persona al mezquino carácter de un personaje que, en su ignorancia, desvela sin darse cuenta la más ruin ambición. Parco y macizo en su trabajo corporal, exento de la habitual ternura a la que nos tenía acostumbrados con sus anteriores papeles para el cine, Soriano lograba, con tan solo tres secuencias, convencer en este registro duro y despreciable.


Es curioso que una de las películas más nominadas en la quinta edición no obtuviera mención alguna para los miembros de su reparto. El veterano actor teatral Albert Vidal hubiera merecido algún tipo de reconocimiento, aún admitiendo lo excesivamente breve de su participación en Las cartas de Alou, de Montxo Armendáriz, finalmente ganadora de dos Premios Goya (al guión y a la fotografía). Incorporando al padre de Carmen, la chica de la que se enamora el inmigrante protagonista, Vidal compone uno de los pocos personajes amables de la cinta, con notable sencillez y agradable desenvoltura, hasta su última secuencia donde evidencia el malestar contrariado del carácter de su personaje a través de una contención gestual eficaz y el uso magnífico de su voz. Significan pequeñas virtudes que dotan a su interpretación en particular, y a la película en general, de una ajustada pulcritud.

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