miércoles, 13 de marzo de 2013

Marisa Paredes, la gran diva del melodrama


Con la excusa del reciente estreno de lo último de Pedro Almodóvar, Los amantes pasajeros, actualizamos la sección de este blog dedicada a repasar aquellos trabajos interpretativos que, por méritos propios, han pasado a formar parte ya de la Historia de nuestro cine. Y de estos, en el cine de Almodóvar hay muchos. De todo el abanico de estupendas interpretaciones que nos ha regalado el personal universo del manchego, nos quedamos con la realizada por una actriz terriblemente olvidada últimamente por la industria en una de las películas más redondas del realizador: la Marisa Paredes de La flor de mi secreto (1995).

Situarse ante un trabajo como el que desempeña la Paredes en La flor de mi secreto y no caer en la vanagloria petulante, tópica y redundante resulta una tarea harto complicada. Consolidando un tipo de larga tradición en otras cinematografías pero muy poco asentado en la nuestra y que ya puso en pie en su anterior cometido a las órdenes del director manchego en Tacones lejanos (1991), el de la mujer madura de soberana elegancia que sufre de modo enfermizo por la frustración amorosa que la golpea y la soledad que ésta amenaza con asentar en el ocaso de su vida, la Paredes se asentaba inconmensurablemente como la auténtica dama del melodrama romántico más clásico en nuestro país al dar vida a Leo, una mujer consumida por la pasión que siente hacia su marido ausente, que se marchó a Bosnia para una Misión de Paz, justo cuando la pareja atravesaba una profunda crisis, exponiéndola a una insoportable incertidumbre que remedia a base de alcohol y le impide continuar su labor como escritora de novelas de amor bajo el seudónimo de Amanda Gris. Subyugada por una ansiedad suprema y envuelta en una descarnada vulnerabilidad, Marisa Paredes ahonda de manera espeluznante en el desequilibrado estado emocional de su personaje, ayudándose de esos ojos grises de afilada penetración para desbordar la pantalla y puntear con delicadeza nuestro corazón, que se agita conmovido de un modo indescriptible ante la insondable tristeza alojada en su rostro marchito, pero todavía atractivo. 


Las tribulaciones y pesares que sacuden constantemente a Leo son admirablemente bien expuestas por la actriz a través de ese cuerpo huesudo suyo, que parece va a romperse de un modo irremediable, atroz, al mínimo empujón. Y cuando éste llega (y no es tan pequeño como desearíamos), el dolor, uno tan hiriente y sangrante que devora las entrañas, devasta todo rastro de vida en la Paredes, que se presenta ante nosotros cadavérica, expresando sin complejos y con una valentía pasmosa, la inerte descomposición que le ha helado salvajemente el alma. Una helada que tardará en derretirse: sólo al final podremos volver a disfrutar de la hermosa, sofisticada y reluciente sonrisa de una actriz que, en la sufrida piel de su personaje, vuelve a ser capaz de alzar el codo para brindar por un futuro pleno. Pero antes, tendremos que asistir con incrédulo estupor y agradecida conmoción a un auténtico tour de force interpretativo, de esos que se ven muy de tanto en tanto en una pantalla, debido a la desorbitada capacidad de esta intérprete para pasearse impudorosa y de una manera incólume por el desmedido catálogo de registros al que queda condenada por obra y gracia de Almodóvar. 

Desde una desquiciada paranoia, una obstinada e irracional negación de sí misma, expuesta a través de una exasperación nerviosa descontrolada que la actriz domina de forma solemne; pasando por una exacerbada excitación de perra en celo, aprehendida por la Paredes en esa desbordada sensualidad que amenaza con rasgarle el vestido rojo; hasta la profunda amargura que la tumba de modo tajante en la maldita realidad, espléndidamente exteriorizada gracias a la furiosa y contenida rabia con la que se toma ese frasco de pastillas y a la aletargada y desvanecida languidez con la que continúa sus pasos sin rumbo, perdida, desorientada, en el relato. Estamos ante un mapa pormenorizado de lo que debe entenderse como una verdadera creación dramática, un mapa completado por el resurgir tranquilo, seguro y confiado tras el aislamiento en el pueblo, donde la intérprete se rodea de ese aura majestuoso que siempre le acompaña, pero suavizándolo cautelosamente a sabiendas de la delicada fragilidad de su todavía no recuperado del todo personaje. 


En un hecho insólito, como es el que caiga del cielo un regalo como éste y, encima, al compás de otro que juega en la misma categoría y al mismo nivel, como fue el ofrecido por Victoria Abril en Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto, resulta una verdadera lástima que tan grande perfección interpretativa como la de Marisa Paredes en La flor de mi secreto coincidiera con una nueva y descomunal demostración de un talento al que la Academia llevaba tiempo debiéndole el Goya, único motivo por el que se puede perdonar que el cabezón no fuera a parar finalmente a las manos de tan insigne y soberbia actriz, por el que es ya su gran trabajo de madurez, de plenitud artística, recompensado, no obstante, con premios a la mejor actriz en el Festival de Cine de Karlovy Vary, por la revista "Fotogramas", por Radio Nacional de España de Cataluña y por la Asociación de Cronistas Hispanos de Nueva York, así como una nueva nominación a los Premios de la Unión de Actores.

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