domingo, 5 de febrero de 2012

Yo odiaba a George Clooney


A expensas de lo que sucederá el próximo 26 de febrero en el archiconocido Teatro Kodak de Los Ángeles, me lancé al cine no hace mucho para echarle un ojo a una de las cintas favoritas primero en las quinielas y, después de las nominaciones, en tan sugestiva competición. Hablo de Los descendientes (The Descendants), del cada vez más interesante director Alexander Payne. La razón principal no era valorar con mis propios ojos y criterio cinematográficos una de las mejores películas americanas de los últimos tiempos (que también), sino comprobar in situ el buen estado en el que se encuentra la técnica y el oficio de su protagonista, un George Clooney al que le han llovido tantos elogios y premios por su actuación como piropos por su apostura. Y ahora llego al  meollo de la cuestión y no es otro que la desconcertante paradoja de todo este asunto, puesto que llevo unos años pagando entrada (este dato resulta aún más significativo si atendemos al precio al que se costean últimamente, y más en una ciudad como Madrid) por la única e inconfesable razón de 'ver a Clooney' cuando no hace mucho yo odiaba a Clooney.

Confieso que jamás le ví el atractivo que se le adjudicaba desde todos los medios de comunicación y, para más inri, desde círculos de féminas cercanos a mi. Le conocí (como la mayoría de vosotros) gracias a aquélla larguísima serie de médicos en Chicago llamada Urgencias (ER) a mediados de los noventa del siglo pasado, serie a la que nunca me enganché del todo, probablemente porque en aquéllos tiempos yo aún era demasiado niño y las tramas se me antojaban demasiado elaboradas, quizás demasiado adultas. Clooney no me gustaba, me caía bien, sobre todo por ese 'tic' a medio camino entre galán romántico, seductor y algo crápula con la sonrisa siempre a punto para encandilar y la mirada sarcástica del típico tipo que parece no tomarse nada en serio, empezando por él mismo. Sí, me caía bien, pero no me gustaba. No poseía el físico idóneo para que me fijara en él. Era demasiado 'normal'. No era feo, pero tampoco poseía el aura de una superestrella al estilo Paul Newman, Robert Redford o Marlon Brando en sus inicios.

Recuerdo su salto al cine como una muerte anunciada. Todo esto porque yo en aquél momento era un absoluto desconocido y desconocía, entre otras cosas, que Clooney ya había hecho sus pinitos en el ámbito cinematográfico en más de un título olvidable, por suerte. Abierto hasta el amanecer (From Dusk Till Dawn) resultó ser una sorpresa mayúscula por muchos motivos. Es probablemente la única película que apruebo (y con nota) en la filmografía de su director, Robert Rodríguez; posee toda la fuerza y la locura inherentes a los guiones de Quentin Tarantino, cuya intervención también como co-protagonista resulta divertidísima; y me brindó la oportunidad de mirar a Clooney con otros ojos, si bien es cierto que lidiar con la pirotecnia visual y hemoglobínica exhibida por el director y con un oponente en pantalla del calibre de Harvey Keitel reducen el recuerdo de su actuación a mínimos en mi cerebro y lo que extraigo es un trabajo competente, sí, pero perjudicado por ese 'tic' antes mencionado que involuntariamente asocio a su personalidad, como un sello inconfundible de su evidente carisma.


Este rasgo ha sido crucial en el desarrollo de mi animadversión hacia George Clooney a lo largo de su carrera. Cada vez que veía una nueva película suya tenía la sensación de que me era imposible dejar de 'ver a Clooney' para 'ver al personaje'. Me pasó con su siguiente película, la entretenida aunque insignificante Un día inolvidable (One Fine Day), de Michael Hoffman, donde la presencia fascinadora de su compañera, la magnífica Michelle Pfeiffer, me obnibuló de tal manera que apenas me fijé en él. Recuerdo que cumplía su cometido y que resultaba encantador, sí, pero no dejaba de ser Clooney. De todos modos, era preferible aquí a su intento de hacerse pasar por el mismísimo Batman, en la ridícula e infantil operación mercantil llevada a cabo por el insufrible Joel Schumacher en 1997. Batman y Robin es un truño sólo soportable por el deleite que supone visionar la sensual y paródica creación de Uma Thurman en la piel de Poison Ivy, ya que la participación de Clooney puede resumirse como 'el peor Batman de la historia', incluso por encima del nefasto llevado a cabo por, ¡agarraos los cinturones!, Val Kilmer en la anterior entrega.

La trayectoria de Clooney no parecía augurar nada bueno a tenor de su siguiente trabajo, la cinta de acción El pacificador (The Peacemaker), de la temible Mimi Leder, donde Clooney volvía a exhibir 'tic' intentando emular al inmortal Cary Grant en Con la muerte en los talones (North by Northwest), como si derrochar encanto y carisma fuese suficiente como para suplir las deficiencias de un guión pobre en todos los sentidos. Creo que Clooney tenía claro que debía reconducir su carrera. Trabajar a expensas de Hollywood no parecía beneficiarle lo más mínimo. En esas llegó Soderbergh y le ofreció el que, probablemente, sea el primer trabajo de Clooney por el que este servidor le empezó a tomar un poco más en serio. Fue en Un romance muy peligroso -terrible título en castellano- (Out of sight). La cinta no es gran cosa, aunque resulta un entretenimiento de alto nivel. Clooney cumple y convence, claro que el papel tampoco se encuentra muy alejado del 'tipo' en el que parecía especializado, pero me da la impresión de que la mano de Soderbergh fue crucial para el resultado positivo (si hasta Jennifer López está bien...). La química entre el director y la estrella queda de manifiesto en pantalla: a Clooney se le ve cómodo y eso hace que te apetezca mirarle. Este entendimiento entre ambos se constata en el hecho de que Soderbergh se ha convertido en el realizador para el que ha trabajo en más ocasiones, concretamente seis.


El final de los noventa estaba cerca y a la recién estrenada estrella aún le faltaba ese título importante, ese filme imponente, ese papel por el que acabar asentándose en la industria. A Clooney pareció no importarle lo más mínimo. Hizo una pequeña intervención (o eso es lo que nos ha llegado a nosotros en el montaje definitivo) ya al final del metraje en la imprescindible La delgada línea roja (The Thin Red Line) del inclasificable Terrence Malick y se apuntó un tanto comercial con la divertida y bien facturada Tres reyes (Three Kings), de David O. Russell, donde su 'tic' volvía a hacer de las suyas esta vez en beneficio de la película y es que sin el encanto sardónico y la soltura chulescas exhibidas por el intérprete hoy estaríamos hablando de la cinta en otros términos. Esa vis cómica que habíamos intuido un poco de pasada se puso de manifiesto en su siguiente película y el actor se permitió el lujo de rizarle aún más el rizo para regalarnos una composición disparatada, descacharrante y demencial, todo ello salpicado de número musicales y servido con tino de la mano de los hermanos Coen. O Brother! (O Brother, Where Art Thou?) supone el primer punto de inflexión en la carrera ascendente de Clooney, qué duda cabe: nominación a los Premios Satellite otorgados por la Academia de la Prensa Extranjera de Estados Unidos (IPA) y Globo de Oro al Mejor Actor Principal en Comedia o Musical, así como la inclusión de su nombre por primera vez en las quinielas de los posibles nominados a los Oscar. Y en mi relación con él, O Brother! me produjo un rechazo instantáneo, puesto que me era imposible aceptar que alguien a quien había tachado de intérprete limitado pudiese sacarme sonrisas y hasta carcajadas con un simple movimiento de cejas.


Le adjudiqué el mérito a los Coen y La tormenta perfecta (The Perfect Storm), de Wolfgang Petersen, dio alas a mi autoengaño, aunque en este drama taquillero y lacrimógeno el inefable galán se mostrase competente. Sin embargo, llegaría Ocean, Danny Ocean y un servidor no pudo evitar rendirse a los encantos de un seductor implacable. Clooney borda su papel en Ocean's Eleven, donde vuelve a ponerse de manifiesto no ya sólo la química con Soderbergh, sino también el buen rollo con el resto del equipo. Da gusto ver Ocean's Eleven precisamente por esto, porque se te contagia ese buen rollo. Es una película de factura impecable, bien dirigida, con un argumento nimio y, sin embargo, engancha. Y la presencia protagónica de Clooney es un aliciente más. Con Ocean's Eleven y sus dos secuelas el actor no sólo encontró ese personaje que le inmortalizaría, sino que sentaría definitivamente las bases de su personalidad cinematográfica. Su famoso 'tic' se implantaba de una vez y se convertía en icono, imponiéndole en el imaginario colectivo como la alternativa modernizada a los tipos que décadas atrás habían hecho célebres actorazos de la talla de Cary Grant o Clark Gable. Por fin Hollywood encontraba al galán perfecto tras varias décadas de tanteos en vano donde se barajaron y auparon muchos nombres (Kevin Costner, Mel Gibson y, sobre todos, Richard Gere) a los que siempre les faltaba algo. Clooney parecía tenerlo todo: apostura física, elegancia, sentido del humor, ningún miedo al ridículo y un encanto irresistible. Estaba llamado a ser aquél que elevaría la alta comedia de nuevo a su lugar de honor, perdido tras varios años de desatinos.

Y Clooney pasó por el aro para suerte de todos. Bienvenidos a Collinwood (Welcome to Collinwood), de Anthony y Joe Russo le sirvió de excusa para, en un papel secundario y desde una silla de ruedas, dar rienda suelta al registro disparatado que ya habíamos visto en O Brother!, esta vez salpicado con un poco de más mala uva. De nuevo con los Coen irradió socarronería y apostura para seducir a Catherine Zeta-Jones en Crueldad intolerable (Intolerable Cruelty) y se volvió a poner el traje de Ocean para recordarnos quién es realmente el jefe, quién nos ha conquistado realmente, en Ocean's Twelve. Entre medias, a Clooney le dio por preocuparse de no quedar encasillado, pero al público como que no le importó mucho que se pasase a dirigir (Confesiones de una mente peligrosa -Confessions of a Dangerous Mind-), ni aunque se reservase un papel secundario (consciente, seguramente, de que si su careto no salía en pantalla ni lo más mínimo, nadie iría a ver su debut); como tampoco pareció mostrar el más mínimo interés por su lado más serio, cuando protagonizó para Soderbergh el remake (innecesario) de Solaris. Estos altibajos tendrían pronto su recompensa en el año 2005, sin lugar a dudas el segundo punto de inflexión en su crecimiento artístico.

Lejos de amilanarse y replegar velas por el escaso interés mostrado a su ópera prima, Clooney emprendió el rodaje de Buenas noches, y buena suerte (Good Night, and Good Luck), una maravilla en blanco y negro, a golpe de jazz, sobre uno de los temas más convulsos en Hollywood (la caza de brujas emprendida por el tristemente célebre Senador McCarthy) a través de la experiencia personal del periodista de la CBS Edward R. Murrow y su particular batalla en contra de los ideales anticomunistas. Clooney se luce como director y también en un papel secundario, aunque desde el punto de vista interpretativo la película pertenezca a su protagonista, un inolvidable David Strathairn. Obtuvo 6 nominaciones a los Oscar, incluyendo dos para Clooney por el guión y la dirección y aunque no ganó ninguno, aquélla noche el intérprete no se iría de vacío del Kodak Theatre, puesto que en la misma temporada había desempeñado un rol secundario en una película aplastante, dura y desasosegante, con una enorme carga moral y en la que Clooney se somete a un exhaustivo desgaste físico y emocional para brindarnos la confirmación de que también merecía un puesto de honor entre los mejores actores dramáticos del momento. Por Syriana, de Stephen Gaghan, Clooney ganó el Oscar Secundario y un nuevo Globo de Oro y quedó finalista a los Premios del Sindicato de Actores (SAG). Era su momento. El tramo difícil del camino ya estaba andado, ahora sólo quedaba mantener la posición.

Y con amigos como Soderbergh resulta mucho más fácil. Por eso no se le puede reprochar que jugara a ser el nuevo Humphrey Bogart en la poco valorada El buen alemán (The Good German) o que volviera a hacer uso y abuso de su 'tic' establecido en Ocean's Thirteen (donde se hacía patente que el jugo y el juego de la historia y el personaje había quedado ya suficientemente exprimido). Tenía que mantenerse, jugar sobre seguro, que un Oscar se sube pronto a la cabeza y uno acaba haciéndose injertos en el cuero cabelludo y protagonizando sandeces a las órdenes de Michael Bay como si del nuevo Nicolas Cage se tratara. Nada más lejos de la realidad, puesto que el actor produjo e interpretó el papel más complejo de su trayectoria y, en virtud de los resultados, se marcó el trabajo más sobresaliente que había realizado hasta la fecha, erigiéndose como un estupendo actor dramático. Fue gracias al thriller Michael Clayton, de Tony Gilroy, un drama de suspense que le volvió a llevar a las puertas del Oscar, del Globo de Oro y del SAG, así como una primera nominación a los BAFTA británicos y premios de varios sindicatos de la crítica estadounidense, entre ellos el prestigioso National Board of Review. Michael Clayton supuso para Clooney su asentamiento definitivo, la demostración total de su alcance interpretativo y la confirmación, para quien esto escribe, de que se hallaba ante un intérprete de inaudito talento. Sin 'tic' y con una seguridad de plomo, su voz grave truena por el metraje con un enorme golpe de efecto, dejándote pegado a la butaca admirando no al actor, sino al actor dentro del personaje.


Que tras tremendo 'puñetazo' volviera detrás de las cámaras para dirigirse en una nadería del tipo Ella es el partido (Leatherheads) importa poco, sobre todo si también vuelve a deleitarnos con su excéntrica vis cómica a las órdenes de nuevo de los Coen en Quemar después de leer (Burn After Reading) y se marca otra interpretación magistral en la estupenda Up in the Air, de Jason Reitman, donde el 'tic' por fin se ajusta y se enmascara para dar entidad a un personaje de nuevo complejo y el galán maduro se nos presenta humano y cercano. Una proeza digna de un actor con infinidad de recursos, recompensada con nuevas candidaturas al Oscar, al Globo de Oro, al Satellite, al BAFTA y al SAG, así como innumerables premios por toda la geografía estadounidense (otro National Board of Review incluido). La carrera de George Clooney está ya fuertemente afianzada y su prestigio es intachable (aunque se distraiga anunciando cafeteras) y trabajos como el de la comedia Los hombres que miraban fijamente a las cabras (The Men Who Stare at Goats), de Grant Heslov, o el de el thriller El americano (The American), de Anton Gorbijn, resultan meros entretenimientos que no deslucen el nivel alcanzado hasta la fecha.

Un nivel del que queda constancia tras el visionado de Los descendientes, donde volvemos a enamorarnos de un Clooney humano, cercano, que no se esfuerza lo más mínimo en dejarnos entrever esa apostura de galán y ese 'tic' de eterno seductor, pero que se alza sobre ambos para desmentir el tópico y hacernos llorar, sí señores. Lo confieso, Clooney me hizo llorar, es tal la emoción que imprime a sus gestos en la película de Alexander Payne. Si Michael Clayton fue la confirmación de Clooney como actor dramático, Los descendientes lo es como actor total. No hay o no vi, tara alguna en su trabajo. Todo está bajo control, medido y calculado y, sin embargo, parece no estarlo, uno tiene la sensación viéndole de que todo es espontáneo. Esa es la grandeza de su arte, la de conseguir que no descubras dónde está el truco y que salgas del cine pensando que eso que has visto ha sido totalmente verdad. La sinceridad. Todo en su trabajo es sincero, honesto y, por ende, verídico. Ya ha ganado el Globo de Oro al Mejor Actor en Drama y se le han escapado algunos premios (como el SAG), figura como candidato a muchos más y suena como el favorito al Oscar. Puede que el domingo 26 de febrero la Academia también se rinda al arte de George Clooney. Puede que no. De lo que sí puedo estar seguro es que yo estoy postrado a sus pies. Quizás nunca le odié, quizás sólo me engañaba a mí mismo. Dicen que del amor al odio hay sólo un paso, ¿no?


Imprescindible en:
O Brother! (O Brother, Where Art Thou?), de Joel & Ethan Coen (2000).
- Ocean's Eleven, de Steven Soderbergh (2001).
Bienvenidos a Collinwood (Welcome to Collinwood), de Anthony y Joe Russo (2002).
Buenas noches, y buena suerte (Good Night, and Good Luck), de George Clooney (2005).
Syriana, de Stephen Gaghan (2005).
Michael Clayton, de Tony Gilroy (2007).
Quemar después de leer (Burn After Reading), de Joen & Ethan Coen (2008).
Up in the Air, de Jason Reitman (2009).
Los descendientes (The Descendants), de Alexander Payne (2011).

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