jueves, 6 de junio de 2013

Goya 1988 al mejor actor para Fernando Rey ante un cuarteto de lujo.


Con la ampliación de tres a cinco nominados en cada categoría, la de mejor actor protagonista de la tercera edición de los Premios Goya fue, probablemente, una de las más redondas de las que hayamos tenido constancia. Así, y a pesar del limitado número de buenas y conseguidas actuaciones masculinas protagonistas vistas aquél año, la Academia logró elaborar una lista de candidatos de gran altura, no sólo desde un nivel eminentemente interpretativo, sino también de prestigio porque coincidieron en la terna final por el tercer Goya al mejor actor cuatro intérpretes de talento sobradamente contrastado tras sus dilatadas trayectorias. A los que sumaron uno de los más representativos intérpretes jóvenes del momento, cabeza visible de la renovación del star system patrio de los ochenta.


La tercera edición de los Premios Goya pasará a la historia por significar el reconocimiento de nuestra industria al talento de uno de nuestros más grandes e internacionales intérpretes de todos los tiempos: Fernando Rey, gracias a Diario de invierno, en un personaje-símbolo -un padre que a su vez es Dios, pues se trata de un viejo curandero cuya primera dedicación es proporcionar una muerte plácida a todo aquél que requiera de sus servicios-, en esta perturbadora alegoría fílmica del mito de Caín llevada a cabo con sobriedad por Francisco Regueiro. Un papel claramente inferior en extensión al de su compañero de reparto, Eusebio Poncela, pero de insigne importancia en el tenebroso recorrido de toda la película, que la estrella ejecutaba con aplastante pulcritud, estimulando con su sola presencia las extrañas y desiguales imágenes del filme, cobrando especial relevancia secuencias como el encuentro de Rey con el personaje de la abuela, interpretado por la actriz Lilí Murati, cargada de esperpéntica complicidad, o la más conseguida de toda la película, donde Fernando narra, cual viejo y sentido héroe de un western, el descubrimiento de la penicilina. Con una fuerza en su oratoria a prueba de balas, la actuación de Fernando Rey en Diario de invierno rezuma poder y maestría, como debía corresponder a un personaje dibujado con esas características. Merecidamente, el intérprete se ganó su segunda Concha de Plata al mejor actor en el Festival de San Sebastián y, por primera vez en la historia, la Academia siguió el ejemplo y otorgó su Goya al vencedor en el Zinemaldia, aunque se premiara de este modo un trabajo netamente secundario en la categoría principal, pero es que el cabezón, más que reconocer el depurado y elegante empeño llevado a cabo por Fernando Rey en Diario de invierno, parecía un premio-homenaje a una trayectoria incomparable, propia de uno de los más grandes actores que ha dado nuestro cine.


Si Fernando Rey fue un justo vencedor por motivos de prestigio, el que lo hubiera sido por razones justamente interpretativas fue el argentino José Soriano, que debutó en nuestra cinematografía tal y como su enorme categoría artística merecía, con un personaje netamente protagonista en la amable Espérame en el cielo, de Antonio Mercero, dando vida a ese insignificante comercial de una tienda de ortopedia secuestrado por su parecido físico con el dictador español y obligado a imitar sus intransferibles gestos, su regio porte y su peculiar modo de hablar para llegar a hacerse pasar por el generalísimo en los momentos de supuesto peligro, como visitas a minas o inauguraciones de puentes. La habilidad del intérprete para deshacerse de su marcado acento porteño resulta uno de los primeros detalles que invitan a la admiración por el trabajo de Soriano en esta película, pero pronto se hace patente, primero la convicción con la que el actor da vida a un Paulino Alonso simplón e ingenuo y el sumo mimo y detalle con el que el actor matiza pormenorizadamente la transformación a la que es sometido su personaje (ejemplares y sobrecogedoras resultan las ahogadas lágrimas el intérprete rodeado de más copias de Franco cuando es descubierto por el personaje de Sinsoles en el vestidor), para estamparnos luego una imitación perfecta del famoso dictador, apechugando de paso también con la encarnación del mismo en algunas desternillantes secuencias finales. El retrato que Soriano ofrece de Franco jamás lograría pasar por una encarnación fiel y realista, pero responde convenientemente al tono tierno y dulzón de todo el filme y que tiene su máxima expresión en esa bonita, emocionante e incluso hilarante historia de amor que el intérprete protagoniza con la actriz Chus Lampreave. En suma, un estupendo debut en la cinematografía española que se saldó con una muy merecida nominación al Goya como actor protagonista.


Jarrapellejos, adaptación de una novela de Felipe Trigo, sirvió a Antonio Giménez Rico para poner en las expertas manos de Antonio Ferrandis un suculento personaje, de esos que dan prestigio a cualquier intérprete en su madurez interpretativa y un vehículo perfecto para huir de la almibarada imagen que había dejado en el respetable su creación del mítico protagonista de la serie Verano azul. Sereno y confiado, Ferrandis se deja llevar por esta película irregular, con aisladas virtudes y muchos errores, empezando por la propia disposición de la narración, excesivamente tópica y académica. Nada en el dibujo de su personaje, el alcalde de La Joya, pueblecito extremeño en el que ejerce una enorme influencia y en el que prácticamente maneja los hilos de absolutamente todo cuanto pasa, se escapa del tópico que suele acompañar a toda figura que ejerce un determinado poder y Ferrandis responde a ese tópico con prestancia, consciente del acartonado trazado de su rol. Así se agradece la medida y brillante sobriedad con la que el actor se pasea por el film, sin permitir que entren en su trabajo histrionismos gratuitos y esperados, dada la poca originalidad del conjunto. Sólo por el imponente carácter imprimido por el intérprete a cada una de sus intervenciones llega a resultar verosímil el profundo respeto, cercano casi al miedo, que los campesinos del lugar le profesan; y sólo por la acertada llaneza con la que Ferrandis se muestra en pantalla, se consigue una insólita complicidad con su personaje, al que el espectador no puede detestar del todo, aunque se empeñen sus autores en mostrárnoslo como un ser déspota y lascivo. De hecho, cuando ocurre el trágico acontecimiento que todo el mundo espera, el único personaje al que parece afectarle en cierto grado es al suyo, dada la emotividad que desprende su rostro mientras avanza por el caserío donde se han cometido los crímenes. La firmeza que debe caracterizar sus comportamientos queda convenientemente matizada al quedar expuesta detrás de una amable sonrisa que dice mucho más del carácter manipulador y corrosivo del personaje que todos los parlamentos que salen por su boca. Ese fue el mérito de este actor: el de eludir la cómoda y estereotipada actuación a la que daba pie el material y mantenerse regio y presencial en un trabajo interpretativo esmerado que, gracias a su buen acabado final, debía ser considerado uno de los mejores del año. Sin duda, no era el favorito al Goya, pero esta nominación, la única que conseguiría el mítico intérprete debería valer como reconocimiento puntual a la alta categoría de Antonio Ferrandis.


Con el cabezón bajo el brazo, Alfredo Landa se prestó a llevar a la pantalla la adaptación de la novela del escritor argentino afincado en España “Sinatra, un extraño en la noche”, de Raúl Núñez, titulada Sinatra, de Francesc Betriú, el retrato amargo de un perdedor deambulando sin horizonte definido por las noches de Barcelona, película del todo fallida que se convertía pronto en un premeditado vehículo para la exhibición dramática de la estrella y es que su omnipresencia a lo largo de todo el metraje es lo único que ayuda a mantener el interés sobre ese deprimido y patético hombrecillo con el corazón roto. La profesionalidad y el carisma de Landa son las únicas virtudes que salvaban, en parte, la función, pues el intérprete lograba resultar convincente en la piel de ese cantante cabaretero venido a menos, en profunda y solitaria crisis personal, recurriendo para ello a la feliz y conveniente utilización de una espléndida mirada vencida y acuosa y a una permanente expresión melancólica y alicaída. Sinatra encierra un buen trabajo interpretativo de Alfredo Landa, bastante más que correcto y eficaz, aunque en última instancia demasiado monocorde, que permitió a la estrella ser nominado al Fotogramas de Plata y, por segunda vez, al Goya al mejor actor por segundo año consecutivo, lógicamente esta vez ya sin recompensa.


Hito que también protagonizaba el quinto de los candidatos, Imanol Arias, que por segundo año consecutivo volvía a competir por el Goya al mejor actor gracias al éxito de la cinta por la que lo había hecho en el año anterior, que propició una secuela (rodada al mismo tiempo) que llevaba por título El Lute II (mañana seré libre), debida también a Vicente Aranda, donde el discurso narrativo se desvirtúa, se alarga y se dispersa gracias a secuencias del todo innecesarias y a la cancha que el director otorga a otros personajes secundarios, lo que provoca un nada recomendable distanciamiento del personaje titular y resta puntos al loable trabajo de Arias, que repetía aquí las constantes básicas y los aciertos que fundamentaban su excelente trabajo precedente y que singularizaban adecuadamente a su personaje, sacando a flote un mayor número de secuencias de acción, que ya no poseen la intriga ni la tensión de la primera parte, y también otras directamente mal enfocadas, como toda la parte central en el asentamiento gitano. A pesar del desatino general al que responde la secuela de El Lute, queda, eso sí, la esforzada interpretación de su protagonista, que se saldó con esta nueva nominación al Goya al mejor actor, convirtiéndose en el primer intérprete que lograba dos nominaciones al Premio de la Academia por el mismo personaje.

Los Olvidados.


Sin nada que reprochar, por tanto, a la lista final de candidatos, es lógico mencionar también algunos trabajos interpretativos del año que tampoco hubieran desmerecido el honor de figurar entre los nominados finales. El más obvio es, desde luego, el nuevo encuentro entre Antonio Banderas y Pedro Almodóvar, quién poseía ya una profunda fe en su “criatura” y le confió un papel de corte y características antitéticas a los anteriores en su deliciosa comedia de mujeres Mujeres al borde de un ataque de nervios, y el malagueño demostró que también sabía manejarse en un registro apegado a la alta comedia, con ese personaje tartamudo y retraído que vive prácticamente anulado por las mujeres que le rodean (su esquizofrénica madre, su dominante novia) y aunque perdiese brillantez y su trabajo quedara completamente eclipsado por el de la práctica totalidad de sus compañeras de reparto, a su favor hay que señalar que logró imprimir a su actuación, perfeccionándolo, ese agradable punto de ternura que tan buenos resultados le había venido dando en sus anteriores trabajos. El éxito internacional de la cinta terminó de consolidar la imagen de Banderas como una de las más características del cine español del momento, a lo que ayudó también su protagonismo en el thriller Baton rouge, de Rafael Moleón, logrando con ésta última erigirse en un intérprete más que competente dentro de las pieles de personajes turbios y oscuros, como este joven muerto de hambre que tras seducir a una mujer rica planea la manera de hacerse con parte de su fortuna en un thriller cargado de engaños o dobles verdades y en el que Banderas mantenía con buen pulso interpretativo el atractivo duelo entre su ser más perverso y manipulador y la imagen de inmaculada inocencia que desprendía su rostro. A este respecto es obligado mencionar la magnífica exposición que el intérprete llevaba a cabo de las dos caras de su personaje, primero como ese seductor de atractivo irresistible, del que no está exenta una palpable bravuconería, y que desemboca en una mirada gélida y severa hacia mitad del metraje, para luego transformarse en ese atemorizado y rabioso “cazador cazado”. Una justa nominación al Goya en calidad de mejor actor por Baton rouge no hubiera estado de más para coronar un año interpretativamente gratificante que se saldó, no obstante, por la consecución del Fotogramas de Plata al mejor actor de cine por toda su labor en 1988.


Por tercer año consecutivo, Eusebio Poncela vuelve a figurar entre los olvidados a los Premios Goya, esta vez gracias a su protagonismo en la turbadora alegoría sobre el mito de Caín que rodó Francisco Regueiro bajo el título de Diario de invierno, donde se puso en la piel de ese hijo de Dios, llamado para la ocasión León, metido a comisario de policía, con un fuerte conflicto paterno-filial pugnando por abrirle las entrañas y al que el intérprete se prestaba, como venía siendo habitual en él, con admirable compromiso, llevando sobre sus hombros todo el peso de una película extraña, fuertemente onírica, y en la que el dibujo de su personaje lucha constantemente por salir de las oscuridades que pueblan el conjunto, no pudiendo ni el trabajo del intérprete ni la buena voluntad del espectador, alcanzar a conocer a fondo las vicisitudes morales de ese “moderno” Caín. Todos los parabienes interpretativos fueron a parar a su compañero en los créditos, un superlativo Fernando Rey, pero no está de más señalar que Poncela lleva a cabo un trabajo loable, de notable estoicismo, que invita a hablar de este nuevo olvido académico hacia su trabajo. Y eso que también presentaba un trabajo bastante importante y lucido en la más cara y promocionada producción española de todos los tiempos hasta aquél año, la frustrada pero notable El Dorado, de Carlos Saura, superproducción en la que Poncela reincidía en su ambigüedad para dar vida a la soterrada homosexualidad de su Fernando de Guzmán en la titánica odisea narrada por el director aragonés. El aspecto físico del intérprete ayuda en la descripción de su noble personaje, pero el guión no aporta a Poncela grandes dosis de lucimiento salvo en aisladas secuencias como la de su incómoda proclamación como Príncipe del Perú a manos del protagonista Lope de Aguirre o su feroz ajusticiamiento mientras derrama dolorosas lágrimas ante el cadáver de su amante.


Uno de los característicos más desaprovechados por nuestro cine se perfiló aquél año como uno de los grandes olvidados a los Premios Goya en la categoría principal. Hablamos de Germán Cobos que, asumiendo uno de los papeles protagonistas de la última película que rodaría Antonio Isasi-Isasmendi, El aire de un crimen, estupendo thriller rural, donde encarnaba a Amaro, un viejo hombre de campo, acompañado casi permanentemente de su hija con deficiencia mental, que para ganarse unos cuartos no duda en ayudar a fugarse a unos presos del cuartel, escondiéndolos para ello en su casa y guiándoles por los montes, se llenaba de una temible austeridad para llevar a cabo toda su intervención en la película, lo que dota al trabajo de Germán Cobos de un aura malsano, convirtiendo a su personaje en un tipo antipático y poco deseable, sobre todo cuando tras descubrir que han violado y preñado a su hija, se masca la tragedia sólo con observar la mirada gélida y trastornada que se apodera de él. Este personaje supuso un feliz reencuentro con el mejor Germán Cobos y no hubiera resultado desproporcionado que la Academia le hubiese incluido dentro de la terna final en la lucha por el Goya al mejor actor del año.


En menor medida, también es de descatar el sorprendente cometido protagónico de Antonio Valero en la comedia El juego más divertido, de Emilio Martínez Lázaro, sin duda, una de las mejores de la década y en la que Valero se revelaba como un cómico de altura incorporando con divertida seducción a ese galán de telenovelas que vive en la vida real el calvario sentimental de su famoso personaje. Se nos ofrecía así la posibilidad de lanzar a Antonio Valero como uno de los actores más y mejor preparados para ocupar en la industria ese denostado puesto de honor de galán atractivo y patoso inherente al género de la comedia, concretamente la romántica. Incomprensiblemente, su hilarante trabajo pasó desapercibido en la temporada de premios de aquél año y Valero, consciente del más que posible encasillamiento, se alejó desafortunadamente del género que le habría convertido en una de las más importantes estrellas del momento.

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