miércoles, 20 de marzo de 2013

Miguel Rellán siempre será el primer Mejor Actor Secundario


Ahora que la emoción por los Premios Goya ha quedado absolutamente diluida tras conocer a sus últimos vencedores, y mientras se van despejando las dudas acerca de quienes serán los siguientes finalistas en la próxima edición prevista para el 2014, en actoresSinVergüenza nos hemos propuesto hacer un repaso a todas y cada una de las categorías interpretativas desde el mismo alumbramiento de tan insignes galardones, sin duda, los más importantes en la industria cinematográfica española. Comenzamos recordando a los candidatos y a los olvidados al mejor actor de reparto en aquélla primera y mítica entrega de cabezones cuya gala tuvo lugar el 17 de marzo de 1987 en el madrileño Teatro Lope de Vega. Como en toda edición inaugural, la lista de finalistas no fue todo lo redonda que, a tenor de las interpretaciones olvidadas, podría haber sido, pero resulta evidente que sentó las bases de lo que más tarde vendría a ser una constante en la elaboración de los siguientes nominados: grandes intérpretes de significativa importancia en la Historia de nuestro cine nominados por trabajos menores o jóvenes actores candidatos antes que por su excelencia interpretativa, por su evidente tirón popular.

MEJOR ACTOR SECUNDARIO.


Éste último fue el caso de Antonio Banderas, nominado por su interpretación de un joven con traumas y problemas, algunos de índole parapsicológica, que para demostrar su hombría primero viola a una joven y, más tarde, cuando confiesa en la comisaría, se declara culpable también de otros tantos asesinatos, en Matador, de Pedro Almodóvar. Un papel estrambótico y casi surrealista, muy del estilo dominante en la primera etapa del director manchego que, pasado un poco de metraje, comienza a carecer de importancia en la trama de la película. A pesar de ello, Banderas cumple con su cometido y, sorprendentemente, resulta convincente en la piel de Ángel, aunque esto no baste para justificar su presencia entre los candidatos al Goya, sobre todo teniendo en cuenta actuaciones más redondas, algunas literalmente sublimes, llevadas a cabo por otros compañeros aquel mismo año.


Por suerte, el primer Goya al mejor actor de reparto recayó en las manos de Miguel Rellán, por Tata mía, película en la que José Luis Borau le confía el papel de Alberto, el hermano autoritario de Carmen Maura, en un año en el que el actor además había realizado, como era costumbre en él, pequeñas intervenciones en otras dos cintas también presentes entre el grueso de nominadas: la esencial El viaje a ninguna parte, de Fernando Fernán Gómez, y la nostálgica El hermano bastardo de Dios, de Benito Rabal. El Goya al mejor actor secundario suponía la confirmación tan largamente esperada de un actor que realizaba en Tata mía una inmensa, aunque pequeña, composición que le predisponía ya con todo el derecho del mundo a ser uno de los más carismáticos y omnipresentes intérpretes secundarios del cine español de la época. La impulsividad que caracteriza a su rol está perfectamente expuesta en las maneras nerviosas del intérprete. Su excesiva 'mano larga' viene bien acompañada de una presencia viril, a pesar de la llamativa delgadez de Rellán, rasgo que convierte a Alberto en un ser aún más deplorable y temible. La frialdad de sus palabras, sumadas a la voz grave del intérprete, dota a la composición de una postura superior, como si nos encontráramos ante un miembro del gabinete militar del mismísimo Franco. El retrato de este 'facha' interesado de los nuevos tiempos es uno de los más memorables que ha dado el cine español y todo se lo debemos a la maestría con la que Miguel Rellán trabajó su personaje, realizando una evidente labor de comprensión acerca de sus motivaciones y comportamientos, lo que nos brinda un personaje real, con carne, alejado de los tópicos en los que habría sido fácil caer. A pesar de contar con pocas secuencias en la película, el Premio Goya resultaba merecidísimo si a todo lo anterior sumamos la implacable intensidad que el actor desprende en Tata mía, film que a pesar del relativo olvido sufrido en las nominaciones, consiguió no irse de vacío en aquélla primera entrega de premios.


El tercer y último candidato supone el primer ejemplo de gran intérprete candidato más por su histórica trayectoria que por su buen hacer en una película en concreto. Hablamos del imprescindible Agustín González, cuya filmografía justificaba por sí sola todos los Goyas del mundo. El problema es que su nominación se debió a uno de sus más chirriantes y desgraciados cometidos secundarios, el del yerno codicioso del “topo” republicano de la desigual obra de Fernán Gómez, Mambrú se fue a la guerra. Un personaje arisco, para nada simpático, que el actor acomete con excesiva teatralidad, adornando toda su intervención de mil y un tics que deslucen el nivel de un trabajo que, con un poco más de precisión y contención, en manos de un actor como él hubiese alcanzado la categoría de antológico. Nadie pone en duda que Agustín González, por quien es, mereciese figurar entre los candidatos a aquél primer Goya, pero bien podría haberlo hecho gracias a su intervención episódica, sí, pero indiscutiblemente genial en El viaje a ninguna parte, también de Fernán Gómez, donde su creación de ese hombre de pueblo que aspira a convertirse en empresario teatral montando una revista y al que casi embaucan los miembros de la compañía protagonista, respira una humanidad tan tangible que cuando la decepción embarga el rostro del intérprete, en su última aparición, hay algo en su manera de recitar el texto que verdaderamente conmueve. Se hace difícil no aplaudir el talento de un intérprete que es capaz, con tan pocos minutos a su disposición, de colarse tan dentro del recuerdo del espectador. 


Con este estupendo y olvidado trabajo de González inauguramos la lista de olvidados en esta categoría, que encabeza sin ningún género de duda, otro imprescindible de nuestra cinematografía: Manuel Alexandre. Su menuda figura se dignificó en su justa medida y se revalorizó su talento de forma insospechada gracias a su papel de Emilio, el simpático y librepensador conserje del preventorio al que el chaval protagonista de El año de las luces, de Fernando Trueba, toma pronto por su mentor particular. Los parlamentos de Emilio parecen escritos únicamente para ser recitados por la peculiar e inimitable voz de Alexandre: es tanta la belleza y la sabiduría ocultas en la manera en la que el actor se expresa en pantalla a través de su personaje que a uno le da por pensar que es el propio pensamiento del intérprete el que le habla. A tal grado de fusión llegan personaje e intérprete que resulta muy difícil clarificar dónde acaba uno y empieza el otro. El mimo y el cariño con el que está creado Emilio desde el guión, se refuerza con la delicada y amorosa manera con la que el director filma las secuencias que protagoniza, poseedoras todas ellas de una calidez evocadora, nostálgica y hasta cierto punto mordaz, a lo que ayuda la estupenda química existente entre el actor y su compañera en pantalla, Rafaela Aparicio. Estamos, pues, ante una auténtica delicia, un trabajo incatalogable, cargado de una ternura y una sapiencia indescriptibles, aquellas que sólo son capaces de expresar los que se han pasado casi toda su vida encima de un escenario y dentro de un incalculable número de personajes diferentes. Llega un momento en la película de Trueba en el que Alexandre parece no estar actuando y todo en su creación parece surgir por sí solo, con una verosimilitud inexplicable que hace de su Emilio lo mejor de la función. Es por esto, por lo que su ausencia entre los candidatos al Goya de reparto  puede considerarse casi un crimen y es que una trayectoria como la suya, que le ha hecho ser una presencia perpetua en nuestro cine, hacía tiempo que venía pidiendo homenajes así, como el de este espléndido personaje.


Otro grande entre los grandes como Fernando Fernán Gómez fue también ignorado en esta categoría, además por uno de los empeños de este genio que directamente habría que enmarcar, ¡qué duda cabe!: el realizado para sí mismo en El viaje a ninguna parte, como ese viejo y cansado Don Arturo Galván, cómico de la legua, teatrero grandilocuente, amante del camino. Con una precisión constante y continua, el buen hacer del intérprete se va desgranando gota a gota a lo largo de todo el metraje, en un rol secundario pero imprescindible, hasta desembocar en la inmortal secuencia con los cineastas, donde Fernán Gómez da lo mejor de sí, a lo grande, sin medias tintas para, aún preservando su máscara, desnudar por completo la fragilidad de su fuerte personaje componiendo una secuencia mítica para la Historia del Cine Español. Tiene la actuación de Fernando, durante toda su participación, un gusto exquisito por el detalle y un mimo extremo por cada gesto, cada entonación, cada mirada, lo que hace de su olvido entre los finalistas una verdadera afrenta. 


También de verdadera ofensa debe tacharse el olvido entre los candidatos de la grandeza de Francisco Rabal, olvidado por su descomunal y brillante caracterización del Muecas en la obra de Vicente Aranda Tiempo de silencio. En la misma línea que el Azarías que inmortalizó en Los santos inocentes (1984), de Mario Camus, Rabal compuso un retrato de la miseria y la pobreza altamente desesperanzado por su realismo. En su trabajo tienen cabida desde una mala vocalización mezclada con errores aberrantes de oración hasta una soterrada carga violenta y primaria, que no atiende a razones ni a educaciones y que es capaz de amenazar de muerte al vecino con sólo una mirada o de abusar sexualmente de su propia hija, y que se vislumbra a través de los gestos más imperceptibles. Su gitano Muecas es una proeza interpretativa digna de uno de los pocos intérpretes capaces en nuestro cine de llevarla a cabo y hacerlo, además, con escalofriante soltura y naturalidad. Por todo ello, a Rabal literalmente le robaron no sólo la nominación, sino también el Goya al mejor secundario por Tiempo de silencio.


También por Tiempo de silencio hubiera merecido ser nominado un joven Juan Echanove, que logró un importante reconocimiento crítico con su intervención en la cinta de Vicente Aranda, en la piel de Matías, el adinerado y bohemio amigo fiel del protagonista, de vida crápula que se pasea por el Madrid nocturno dejado llevar por la poesía y los bajos instintos. Echanove tiende a lucirse a base de bien en cada intervención, ya sea recitando en verso en un café o en los brazos de una prostituta, o bien tratando de sacar de prisión a su amigo, de cuyo destino se cree en parte responsable, creando uno de los personajes de carácter más difíciles de olvidar de los que ha dado el celuloide español en los ochenta.


Juan Diego figura entre los grandes olvidados en la primera edición goyesca al premio al mejor secundario por su pequeño papel de soldado moro (con acento perfecto incluido) en El hermano bastardo de Dios, de Benito Rabal, y, sobre todo, por el homenaje a los cómicos de la legua realizado por Fernán Gómez en El viaje a ninguna parte. Su creación de Sergio Maldonado, el borracho administrador de la compañía protagonista, bien se merecía una nominación al Goya de reparto gracias en gran medida a la dilatada secuencia de la borrachera nocturna y a su excelsa labor de exposición, por lo transparente de la misma, cualidad tan difícil de lograr, que aporta al espectador la sensación de estar asistiendo a algo muy real por pasar el trabajo que subyace en el fondo mismo de esa representación absolutamente desapercibido, completamente invisible.


También Francisco Merino hubiera sido una buena opción para figurar entre los candidatos, por un papel de esos que permiten al intérprete que lo realiza hacerse un hueco en la memoria del respetable. Con desparpajo y mucho sentido de la puesta en escena, Francisco Merino se adueñaba de Ramiro, personaje ambiguo en su primera aparición en La mitad del cielo, de Manuel Gutiérrez Aragón, y que no tarda en convertirse en el Pepito Grillo particular y muy especial de la protagonista. Sólo el monólogo ante Ángela Molina en el matadero, desfilando entre los trozos de carne colgados, y recitando a modo de trovador, con bella, elegante y grácil soltura, es motivo suficiente para guardarle con cariño en nuestro recuerdo. Y, sin embargo, el resto de su participación logra no decaer y sigue brillando a gran altura, instaurándose pronto en el elemento cómico de una cinta honda y emotiva, dura a veces, que su sola presencia alivia, por ejemplo, cuando le pide a la hija de la protagonista que le pida al fantasma de su abuela muerta que le chive la combinación ganadora de la quiniela. Merino realiza un trabajo fabuloso y esencial que viene bien sacar del  inmerecido olvido en el que descansa.


El penúltimo olvidado es un joven Joaquín Kremel, gracias a su papel de travesti en Hay que deshacer la casa, de José Luis García Sánchez, única oportunidad de la que ha disfrutado el actor catalán para impresionar positivamente a la Academia y colarse entre los afortunados candidatos a los Goya. Inesperadamente, Kremel aporta la frescura y el empaque necesarios para no resultar ofensivo ni molesto en un rol excesivamente estereotipado y caricaturesco sobre el papel. Ese Frutos, mujer atrapada en el cuerpo de un hombre, que sueña con vivir en Paris mientras realiza playbacks vestida de Edith Piaf o Rocío Dúrcal, está expuesto desde los más típicos y tópicos gestos con los que se “entendía” había de realizarse la representación de un personaje de estas características en aquella época, pero, afortunadamente, rebosa ternura gracias al modo en el que lo representa Kremel, ayudado por la química establecida con su compañero de reparto, su pareja en el filme, Josep María Pou, y que a poco está de zamparse a las dos protagonistas indiscutibles de la función cada vez que coincide con ellas en escena.


Por último, el poco valorado Mario Pardo merece formar parte de la terna de intérpretes olvidados en la primera entrega de Premios Goya al mejor actor secundario, gracias a su labrado trabajo a las órdenes de Benito Rabal en la bonita El hermano bastardo de Dios, en la que su físico singular sirve para caracterizar un personaje que se vuelve tortuoso tras su participación, para nada patriota, en la Guerra Civil, que le marcará de por vida, en lo físico y en lo emocional. La complejidad dramática que tal conflicto genera en la mente del Tío Julio al que da vida, queda expuesta sin fisuras gracias a su mirada nostálgica, cargada de tristeza y arrepentimiento y a los silencios duros que protagoniza el intérprete de manera estoica.

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