miércoles, 28 de marzo de 2012

1927-1928

MEJOR ACTOR


La primera edición de los posteriormente prestigiosos Premios de la Academia de Hollywood pasará a la historia, no sólo por su condición inaugural, sino sobre todo por la eliminación de la película The Circus (El circo), de Charles Chaplin, de las cuatro candidaturas en las que figuraba nominada, tras tomarse la decisión de otorgar al genio británico un Oscar Honorífico por la producción, dirección, escritura e interpretación de la que es hoy una de sus películas más emblemáticas. Chaplin se vio así privado de su primera nominación al Mejor Actor gracias al personaje que le brindó fama universal, el vagabundo Charlot.


En un época donde el sonido surgía como una amenaza a todo el sistema de producción de la industria, especialmente en los modos de actuación de sus estrellas, la comicidad muda de Charles Chaplin se pone de manifiesto gracias a la agilidad corporal del intérprete y a su perspicaz gestualidad, que denotan ligereza e improvisación inherentes a la pantomima de la que bebe el estilo de Chaplin, aunque se oculten tras ellas un cuidado estudio de la psicología de un personaje demasiado fácil de estereotipar. En eso consiste el gran hallazgo del artista en su faceta interpretativa, en sofisticar el tópico y hacerlo humano, único. Charlot, en El circo, es un personaje empático, que nos remueve por dentro haciéndonos vibrar, reír e incluso llorar, emocionándonos.

La decisión final de la Academia de otorgarle un Oscar Honorífico puede tacharse de considerada, al fin y al cabo, pero es de lamentar la omisión del artista en las categorías competitivas, sobre todo en la concerniente al ámbito interpretativo, donde figuraban nominados otros dos intérpretes cuya estela apenas ha llegado a nuestros días, sin menospreciar sus trabajos contendientes.

La lista definitiva de nominados se vio finalmente reducida a tan sólo dos intérpretes, el menor número de candidatos en la larga historia de los Oscar. El primero de ellos fue uno de los actores más reputados en el Hollywood de los años veinte y uno de los pocos cuyo trabajo, visto hoy en día, resulta gratamente disfrutable merced a la falta de manierismo y gestualidad gratuita que caracterizaban las actuaciones de la plana mayor de los intérpretes del silente. El neoyorkino Richard Barthelmess se había especializado en dar vida a jóvenes de gran sensibilidad, con un enorme apego al romanticismo, desde que debutara ante las cámaras con sólo 21 años, al lado de la mismísima Alla Nazimova, en War Brides (1916), de Herbert Brenon. De ahí en adelante pasó a convertirse en uno de los actores mejor pagados del momento, siendo requerido incluso por el legendario director David Wark Griffith, que le brindó papeles estelares en películas como Broken Blossoms (La culpa ajena) (1919), The Love Flower (Flor de amor) (1920) o Way Down East (Las dos tormentas) (1920). Fue tal la categoría que adquirió que logró fundar su propia productora (Inspiration Film Company) junto a Charles Duell y Henry King, director este último para el que llevó a cabo uno de sus trabajos más celebrados en el drama Tol’able David (1921). Fundador asimismo de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de Hollywood (AMPAS), su doble nominación al Oscar en la edición inaugural es, qué duda cabe, irrefutable debido a la alta consideración de la que disfrutaba en la industria y, sobre todo, por dignificar el arte dramático a través de la sencillez y la economía gestual, de lo que dan buena muestra los dos trabajos por los que figuró nominado al primer Oscar de la historia: The Patent Leather Kid (El mundo que nace) (1927), de Alfred Santell, y The Noose (La última pena) (1928), de John Francis Dillon.

El segundo candidato fue, probablemente, uno de los actores más reputados en la vieja Europa: el suizo, nacionalizado posteriormente alemán, Emil Jannings, toda una autoridad en el cine germánico, en el que desarrolló la práctica totalidad de su carrera tras abandonar el teatro en 1914, medio en el que se inició de la mano del mismísimo Max Reinhardt en el Deutsche Theater de Berlín. Al nuevo medio trasladó una teatralidad desmesurada, erigiéndose en valuarte de un estilo interpretativo ante las cámaras que chirría por una gestualidad excesiva, más aún teniendo en cuenta las grandes dimensiones físicas del intérprete (medía 1,83 m.), que para un espectador actual resulta más una distracción que un reclamo a la hora de mostrar interés por los sucesos acaecidos a los personajes a los que da vida, y eso que interpretó a algunos de los más célebres, ésos que todo actor sueña con declamar algún día: el rey Enrique VIII en Anna Boleyn (Ana Bolena) (1920), de Ernst Lubitsch (director al que debe su progresivo ascenso a la fama en virtud de las cintas que para él protagonizó en los años diez); Danton en Danton (1921), de Dimitri Buchowetzki; Pedro el Grande de Rusia en Peter der Groβe (1922), también de Buchowetzki; y Nerón en Quo Vadis? (1925), de Gabriellino D’Annunzio y Georg Jacoby; además de encarnar a Mephisto en la versión de Fausto magistralmente dirigida por el genio alemán F.W. Murnau: Faust – Eine deutsche Volkssage (Fausto) (1926). 


Fueron los trabajos que llevó a cabo bajo las órdenes de Murnau los responsables de que en plena cúspide de su trayectoria artística, Jannings cruzara el océano respondiendo a la llamada de Hollywood y no es de extrañar que la todopoderosa meca del cine deseara hacerse con los servicios en exclusiva del protagonista de dos de las mejores películas de la década: Der letzte Mann (El último) (1924) y Herr Tartüff (Tartufo) (1925), ambas de Murnau. Varios melodramas concebidos para su especial lucimiento dignificaron al intérprete al principio de su periplo norteamericano, eso y la obtención del primer Oscar al Mejor Actor elevaron su categoría a la de mito, pero la llegada de las películas habladas aceleró su vuelta a Alemania tres años después, debido a su pésimo acento inglés, motivo por el que se llegó incluso a eliminar su diálogo, por ininteligible, en la película de Lewis Milestone Betrayal (Perfidia) (1929). Lejos de hundirse, su carrera pareció relanzarse de nuevo en Europa al protagonizar otro clásico indiscutible, esta vez de los años treinta, y a las órdenes de otro genio: Der blaue engel (El ángel azul) (1930), de Josef von Sternberg. Y aunque fuese su debutante compañera Marlene Dietrich la que se llevase la película (y al público), Jannings supo mantener intacta su reputación artística trabajando al amparo del Tercer Reich y manifestando su apoyo a las autoridades nazis que lo nombraron Actor del Estado. En esta etapa se inscribe otro de sus trabajos más celebrados, galardonado en el Festival de Venecia con la Copa Volpi al Mejor Actor: el Matthias Clausen de Der Herrscher (El soberano) (1937), de Veit Harlan, adaptación de la obra del Premio Nobel de Literatura Gerhart Hauptmann. Tras la derrota de los nazis en la Segunda Guerra Mundial, Jannings se retiró de la vida pública a Austria, donde moriría de un cáncer en 1950.

La última orden.
Su debut en el cine americano se produjo bajo la batuta de Victor Fleming en The Way of All Flesh (El destino de la carne), estrenada en los cines estadounidenses el 1 de octubre de 1927. Drama sobre la caída moral y física de un feliz y respetado padre de familia tras el encuentro con una seductora mujer, en el que Jannings da muestras de su grandilocuencia y su teatral (en el mal sentido) concepción de la interpretación, al menos ante una cámara. Esta historia de perdición y posterior arrepentimiento a la que se presta el actor se erigirá pronto en una de las normas no establecidas pero sí preferentes en la Academia a la hora de seleccionar no sólo ya a sus nominados, sino sobre todo para elegir a los ganadores de la estatuilla dorada. En efecto, tocar la fibra sensible de los académicos, permitió a la estrella coronarse como el primer actor en ganar el Oscar; sin embargo, esta distinción también se produjo por su segunda película en suelo americano, el drama, con tintes históricos, The Last Command (La última orden) (1928), de Sternberg, donde el cineasta de origen austríaco le brindó la oportunidad de llevar a cabo uno de sus mejores trabajos ante las cámaras incorporando a ese ex-militar del Imperio Ruso, primo además del Zar Nicolás II, que tras la Revolución de 1917 se ve obligado a exiliarse acabando sus días en Hollywood, donde trabajará como extra. Sternberg fue siempre un estupendo director de actores, que logró en sus películas con Jannings rebajar notablemente las ínfulas de divo del actor, dosificando con él esa tendencia natural de la estrella al exceso. En La última orden, la mímica de Emil se encuentra convenientemente controlada y la expresividad tanto de su rostro como de su cuerpo logra transmitir sin estridencias la desazón, nostalgia y desesperación en la que vive su personaje al principio de la obra, pero también la vanidad, soberanía y tiranía de la que hace gala en los abundantes flashbacks que componen la película. Este autocontrol, precisamente por inaudito en Jannings, parece surgido más de la mediación de Sternberg que de la autoexigencia artística del intérprete. Sea como fuere, la actuación de Emil Jannings en La última orden, sin lograr desprenderse de cierto arcaísmo (no debemos olvidar que los métodos de expresión dramática en el silente parecen prehistóricos a ojos actuales), resulta realmente convincente y, hasta cierto punto, incluso disfrutable, constituyendo un ejemplo clave de representación en el cine mudo, ciertamente digno de ese primer Oscar al Mejor Actor que convierte también a Emil Jannings en el primer intérprete no norteamericano en obtenerlo.

Los olvidados


Ni que decir tiene que en una competición de este calibre, donde son susceptibles de nominación todas las películas estrenadas en suelo americano, en este caso, desde el 1 de agosto de 1927 hasta el 1 de agosto del año siguiente, siempre hay grandes olvidados y se cometen injusticias que ni el paso del tiempo llegan a reparar. Esta primera edición fue significativa en este aspecto, puesto que fueron muchos los trabajos olvidados que a día de hoy gozan de gran valor. Uno de los indiscutibles es el del joven James Murray en la obra maestra The Crowd (Y el mundo marcha) (1928) de King Vidor. Sorprende descubrir que un trabajo dotado de tanto naturalismo y sencillez se lo debamos a un intérprete novel, puesto que Murray apenas si había acometido alguna que otra labor como figurante. Un trabajo soberbio, al que perjudicó (de cara a su justo reconocimiento académico) el frío recibimiento del público de la época, que lo tachó de depresivo. A pesar del éxito crítico de su actuación, Murray apenas protagonizaría más títulos en su carrera, acabando su trayectoria como la empezó, figurando como extra en algunos títulos de los años 30.


Inexplicable es también el hecho de que el actor protagonista de una de las mejores películas en competición, un clásico no ya sólo del cine mudo americano, sino también una obra magna incuestionable, tampoco figurara entre los finalistas en la categoría. La película de F.W. Murnau Sunrise (Amanecer) (1927) permitió a George O’Brien desplegar ante las cámaras un ilimitado número de recursos en un abanico emocional sin parangón. Con los gestos precisos, O’Brien saca adelante toda la transición emocional sufrida por su atormentado personaje, exponiendo con inteligencia sentimientos tan dispares como el odio, el arrepentimiento, la compasión y el amor. Su mirada en la escena de la iglesia en el acertado primer plano que se le dedica dice más del sufrimiento interno de su personaje que cualquier rótulo.

Thomas Meighan y Louis Wolheim.
Aún siendo una de las finalistas al premio a la Mejor Película, The Racket (La horda) (1928), de Lewis Milestone, film clave del cine gansteril, una auténtica obra maestra hoy día olvidada por el gran público, no logró incluir en la categoría interpretativa a ninguno de sus dos actores protagonistas: Thomas Meighan, estrella absoluta en aquélla época del cine silente, que brindaba aquí una acertada composición de ese policía honesto que lucha contra el crimen traspasando incluso los límites de la legalidad; y Louis Wolheim, que en un tono irónico y cínico realiza un trabajo espléndido en su caracterización de Nick Scarsi, un jefe mafioso que no es más que un mero matón sin escrúpulos.

Glenn Tryon
Destacables fueron también ese año los trabajos del joven Glenn Tryon en Lonesome (Soledad) (1928), de Paul Fejos, también en un tono naturalista y jovial, absolutamente encantador; el del simpar Lon Chaney en London After Midnight (La casa del horror) (1927), de Tod Browning, en un doble papel donde volvía a dar muestras de su espléndida capacidad de transformación en otra terrorífica caracterización que, por desgracia, no podemos disfrutar debido a que la película se encuentra perdida para siempre, y, sobre todo, en el melodrama circense Laugh, Clown, Laugh (Ríe, payaso, ríe) (1928), de Herbert Brenon, donde daba vida a un payaso entristecido por un amor imposible de manera tierna y conmovedora, uno de los pocos papeles de Chaney alejados del genero del horror; el contundente y grandioso gángster de George Bancroft en Underworld (La ley del hampa) (1927), de Sternberg; y los románticos y encantadores empeños llevados a cabo por Charles Farrell tanto en 7th Heaven (El séptimo cielo) (1927) y en Street Angel (El ángel de la calle) (1928), ambas dirigidas por Frank Borzage.
Lon Chaney en Ríe, payaso, ríe


Lon Chaney, en La casa del horror
George Bancroft
Charles Farrell en El séptimo cielo
Lionel Barrymore
John Gilbert, con la Garbo, en Ana Karenina.
John Barrymore


Rudolph Schildkraut
Charles Rogers
No olvidemos mencionar también a uno de los reyes indiscutibles de la interpretación norteamericana, Lionel Barrymore que compuso con asombrosa perfección a un radical predicador misionero, dominante, frío y ultraconservador en Sadie Thompson (La frágil voluntad) (1928), de Raoul Walsh; o su hermano, otro maestro de la actuación, John Barrymore en La tempestad (The Tempest) (1928), de Sam Taylor, como un oficial ruso enamorado ciegamente de una princesa arrogante; como tampoco pasamos por alto la tierna y sobrecogedora actuación de Rudolph Schildkraut en A Ship comes In (Emigrantes) (1928), de William K. Howard, como un emigrante padre de familia de muy buen corazón y muy mala fortuna. Merece destacarse también la ausencia de una de las más cotizadas estrellas masculinas del cinematógrafo, el galán John Gilbert, que en Love (Ana Karenina) (1927), de Edmund Goulding, realizaba uno de sus empeños más sobrios y eficaces como héroe romántico. Charles Rogers, el protagonista de Wings (Alas) (1927), de William A. Wellman, la película que ganó finalmente el Oscar más importante de todos (Mejor Película), también fue ignorado entre los finalistas y eso que su trabajo, aunque algo esquemático, es estupendo. Y en un año en el que emergía el sonido como una revolución industrial para el cine, también resulta curioso, por lo menos, que no nominasen al protagonista de la primera película sonora de la Historia, Al Jolson por The Jazz Singer (El cantor de Jazz) (1927), de Alan Crosland, aunque sólo fuese de un modo testimonial por encabezar el cartel de una película tan definitivamente crucial y es que tampoco el trabajo de Jolson es digno de una nominación de este calibre, pues su trabajo es lineal y hasta estereotipado.




Al Jolson



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