sábado, 14 de diciembre de 2013

Segundo e incontestable Goya a Carmen Maura por "¡Ay, Carmela!".


Damos por concluido el repaso a las candidaturas interpretativas de la V edición de los Premios Goya abordando la relativa a la mejor interpretación femenina protagonista, en un año donde la Academia dispuso de poco margen de maniobra a la hora de elegir a las tres finalistas, dado el más bien escaso número de producciones con verdaderos valores artísticos reseñables y, sobre todo, por no ofrecer nuestra cinematografía muchos papeles femeninos protagonistas a nuestras actrices, una norma no escrita en la producción cinematográfica nacional que obtuvo resultados verdaderamente alarmantes en aquel no tan lejano curso de 1990. No obstante, la terna final por el Goya a la mejor actriz reunió para la ocasión dos de las más elaboradas y emblemáticas interpretaciones femeninas vistas en el Cine Español.


¿Había vida después de Almodóvar? Carmen Maura no tardó mucho en acallar los rumores que señalaban un posible declive artístico lejos de la protectora sombra almodovariana y, tras un breve paréntesis, se puso a las órdenes de nada menos que Carlos Saura, probablemente el cineasta español más reconocido internacionalmente después del maestro Luis Buñuel. Para él encarnó, literalmente, a Carmela, la artista ambulante dedicada a entretener durante el conflicto civil al bando republicano junto a su marido Paulino y al muchacho sordomudo que tienen acogido hasta que, en su regreso a Valencia, se pierden en la niebla, yendo a parar al territorio nacional, donde serán detenidos. Consciente tal vez de que de esta extraordinaria oportunidad iba a depender el resto de su carrera, la Maura se empleó a fondo alcanzando en su interpretación cotas de maravillosa y soberana perfección, que elevan el nivel de ¡Ay, Carmela! al de casi una obra maestra. Descarnada, auténtica, brillante. Cualquier calificativo se queda corto para describir el portentoso despliegue de la actriz en la película de Saura, un trabajo que actúa como una vibrante bomba de relojería a lo largo de todo el metraje, tal es el estado al que le somete al espectador la actuación de Carmen Maura hasta el extenuante y desasosegante final, con la Maura en una impresionante performance trágica. En medio, la exposición de un maravilloso abanico de registros acometidos desde esa naturalidad tan suya que hace que todo lo que lleva a cabo su personaje sea tan de verdad, a lo que ayuda esa mirada famélica que luce durante toda la cinta. Sólo en el apartado estrictamente musical cojea el trabajo de Carmen Maura en ¡Ay, Carmela!, pero su desinhibida poca adecuación para la canción y el baile folclóricos se contrarrestan con el descaro y la gracia personal exhibidos por la actriz en los contados números musicales que protagoniza, lo que da idea del carácter aficionado dentro de la profesión que desempeña su personaje y da fe del extraordinario talento de la actriz. Un talento que, una vez más, puso a sus pies a toda la industria cinematográfica europea, que le concedió un nuevo Premio del Cine Europeo a la mejor actriz. La española no iba a ser menos y la coronó como la mejor interpretación femenina protagonista de 1990 otorgándole su segundo Goya en la que significaba su segunda nominación. Dos importantísimos premios (a los que habría que sumar un nuevo Fotogramas de Plata a la mejor actriz de cine y el Premio del CEC a la mejor actriz) que le cubrían las espaldas a la hora de afrontar la nueva década en solitario, sin la seguridad que debía dar el disponer de una batuta tan firme y rentable como la ofrecida por Almodóvar en los ochenta.


La justicia del premio a Maura volvió a cebarse otra vez con Victoria Abril, que aquél año validó su condición de "actriz más nominada" a los Premios Goya al ganar su quinta candidatura consecutiva a la mejor actriz y es que, a pesar de tenernos ya acostumbrados a sus excepcionales dotes de actriz, el encuentro entre, quizás, la mejor actriz joven del panorama cinematográfico español del momento, con el director de actrices por antonomasia de la industria, amenazaba con deparar una sugestiva sorpresa de no poco impacto. Y, verdaderamente, hay que reconocer que el trabajo realizado por Victoria Abril a las órdenes de Pedro Almodóvar en ¡Átame! supera con creces todas las expectativas que se pudieran haber generado. Dando vida a un personaje marginal, ex-prostituta, ex-actriz porno y ex-drogadicta, reconvertida en musa del cine basura, que ha alcanzado cierto estatus económico arropada por una familia que la cuida como a un tesoro, especialmente su hermana Lola, Victoria Abril prácticamente se deja la piel por dar la suficiente carga emotiva en cada uno de sus planos para hacer creíble el radical cambio sufrido por su personaje en su relación con el chico que la mantiene cautiva. Sin concesiones ni impudores de ninguna clase, ni físicos ni emocionales, el trabajo de la actriz posee una insoportable carga de sinceridad y una portentosa energía expresiva, por la que fluye, primeramente, una descomunal y afilada rabia e insana maldad e incomprensión hacia los actos de su raptor, que poco a poco se irá apaciguando, serenándose el tempestuoso instinto de esta mujer encerrada en su propio domicilio y que, en segundo lugar, se permitirá el lujo de dejar aflorar de una manera absolutamente explícita un insondable sentimiento de compasión, que desembocará en una irracional, hermosa y entregada pasión. Sólo un monstruo de la interpretación como ella podría pasar de un extremo a otro de tan drástico arco interpretativo, transmitiendo siempre esa impresionante veracidad en cada una de sus intervenciones, dándolo completamente todo en su trabajo y convirtiendo su composición en un verdadero espectáculo pormenorizado y excepcionalmente calculado. Un trabajo cargado además de una emoción sobrenatural, que transforma cada una de sus locuciones en verdadero sentimiento, y apechugando con sobresaliente honestidad en cometidos a priori tan arriesgados como ese coito descarnado, donde la intérprete abre por completo todo su "ser" dramático, evolucionando en la escena con un aplomo y una integridad soberbios, que le permiten exponer sin fisuras la incontenible felicidad que se ha apoderado de su personaje, mostrada emocionantemente también en ese último plano al volante del coche donde suena "Resistiré" a modo de consigna utópica del futuro y anhelado bienestar que le depara. Estamos pues ante uno de los prodigios interpretativos más deslumbrantes de los que se han podido ver en una pantalla de cine en mucho tiempo, debido a una auténtica fiera en su arte, una actriz magistral, capaz de hacer carne cada trazo sutil de su personaje. Capaz de caminar con pies de plomo, con una confianza absoluta en sí misma y una fe ciega en el alcance de sus herramientas de trabajo, por los rincones más hondos del alma de las criaturas que debe incorporar, para extraerles toda su savia vital y exponerla sin paliativos ante las cámaras, dando forma a un trabajo de sublime perfección y, como tal, merecedor, sin ningún género de dudas, no sólo de este Goya a la mejor actriz para el que fue propuesto y que finalmente no consiguió, sino de absolutamente todos los premios imaginables.


Ante tamañas bestias interpretativas, poco podía hacer Charo López cuando, en pleno declive estelar, le llegó la oportunidad de acometer el papel protagonista de Lo más natural, de Josefina Molina, un guión escrito por Joaquín Oristrell que sirve un personaje a la medida de la intérprete: una mujer de buena posición social que debe enfrentarse en la madurez con la repentina ruptura de su vida conyugal, primero, y a la reedificación de su vida afectiva y sentimental con un hombre más joven, después. Melodrama satinado de un apreciable tono a comedia clásica, si por algo ha de pasar a la historia del cine español esta Lo más natural ha de ser por servir de vehículo perfecto para admirar el amplio registro cinematográfico de su actriz protagonista, una Charo López que se sabe capacitada para otorgar la convincente y oportuna cobertura emocional a las dudas, miedos, tristezas y alegrías de su desorientado personaje, que entronca con una tipología de heroína moderna de larga tradición en otras cinematografías europeas (como la francesa), pero escasamente representado en la nuestra, más pendiente de las vicisitudes de generaciones de edad menos avanzada. Charo López está perfecta, expresando siempre la medida justa de cada situación que le toca representar, pero a pesar de su entusiasta entrega y su compacto resultado, la actriz jamás alcanza la tan deseada brillantez que merecía, más por culpa de una puesta en escena insípida y sin personalidad alguna. Con todo, la Academia valoró positivamente el esfuerzo y brindó a Charo López su primera nominación a los Premios Goya, en una edición perdida de antemano. Sin embargo, lo peor no fue esto, sino que, desafortunadamente, tampoco la industria aprovechó la reincorporación de la estrella al primer plano de la actualidad cinematográfica, no volviéndole a brindar a la actriz papeles de tan altas dosis de lucimiento como el desempeñado en Lo más natural.

Las Olvidadas.

Dentro de la pobre oferta interpretativa producida en 1990, es obligado señalar en este apartado a la recientemente fallecida Amparo Soler Leal, por su trabajo en La teranyina (La telaraña), de Antoni Verdager. En esta académica adaptación que de la novela de Jaume Cabré, la veterana intérprete fue Mercé Rigau. Sobria y austera, Soler Leal ejemplarizó ante la cámara el adusto comportamiento, así como el carácter agrio, de una mujer de la clase alta catalana, solterona y beata, en permanente estado de alarma ante la desestabilizada situación de la fábrica textil propiedad de su familia. Por salvarla y por velar por el honor de su apellido, que considera corrompido, su personaje será capaz de entretejer desde la más inocente ineptitud, sólo por el afán de poder, una arrogante conspiración para arrebatar el control de la fábrica a su propio hermano, con el que la une un mutuo desprecio. Desde una admirable, por fría y cortante, contención, la Soler Leal lleva a cabo un trabajo de ajustada precisión, salpicado con gotas de enfermiza ambición y amargo rencor. Sus réplicas se convierten en dardos casi envenenados por la pulcra y medida fiereza con las que las lanza la estrella, protagonizando auténticos duelos interpretativos frente a Fernando Guillén, que elevan la dignidad media de la puesta en escena de una película a reivindicar.


A pesar de no ganar el Goya, Victoria Abril puede presumir de haber aventajado a todas sus compañeras de profesión al disponer en 1990 de nada menos que de dos magníficos trabajos protagonistas. No sólo optó al Goya por ¡Átame!, sino que obtuvo también una nueva nominación a los Fotogramas de Plata, compartida con el trabajo realizado en A solas contigo, de Eduardo Campoy, donde la intérprete nos hacía olvidar la bomba sexual a la que nos tenía acostumbrados, vistiendo las pieles de una frágil e indefensa muchacha ciega, testigo involuntario de un asesinato, que cual nueva Cenicienta, nos hacía compartir con ella el miedo y la angustia ante el acoso al que la sometía el asesino de la cinta, al mismo tiempo que nos hacía emocionarnos por el pausado y bonito romance que nacía entre ella y el teniente de la Marina encargado de su protección, su particular príncipe azul. Cierto que no había nada original en este logrado thriller militar, pero la actuación de la Abril supone una razón de peso para su visionado, pues superando la mera corrección, la actriz ejecuta cada movimiento, cada gesto, cada paso de su personaje con estudiada perfección, brillando de manera espeluznante en la tensa y espléndida secuencia del ascensor. No obstante, huelga decir que, habiendo presentado un trabajo como el de ¡Átame! en el mismo curso, sobran razones que expliquen por qué la calculada y sobria interpretación de Victoria Abril en A solas contigo se quedó fuera de las nominaciones al Goya.

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