jueves, 5 de diciembre de 2013

Goya 1990 al mejor actor para Andrés Pajares en un inaudito y arriesgado registro dramático por "¡Ay, Carmela!".


Frente a la escasa entidad alcanzada por la gran mayoría de trabajos interpretativos masculinos en categoría protagonista, resulta obvio que los dos máximos aspirantes a hacerse con el Premio Goya equivalente al mejor actor principal de 1990 fuesen los dos actores protagonistas de las dos mejores películas estrenadas durante aquel curso cinematográfico. Ambas, además, nominadas en 15 categorías. Incluso vistos con ojos actuales, resulta difícil decantarse por un trabajo en detrimento del otro, a tal grado de excelencia llegaron sus dos intérpretes. Sin embargo, sorprende comprobar la no presencia entre el trío finalista del ganador de la respectiva Concha de Plata en el Festival de San Sebastián, por una película que además tuvo el honor de ser la tercera cinta en discordia junto a las dos grandes favoritas en las categorías principales (Mejor Película y Director), y considerando además al certamen donostiarra ya como una admisible antesala de lo que pudiera acontecer en los Premios de la Academia.


Con una trayectoria como la que le había convertido en estrella de la comedia chabacana y necia de los ochenta, resultó toda una sorpresa el que Carlos Saura le ofreciera el papel protagonista de la adaptación que preparaba de la obra ¡Ay, Carmela! nada menos que a Andrés Pajares. Si la elección del intérprete por el director podía llegar a ser discutida en un principio, una vez visionada la cinta, es justo reconocer el buen tino de Saura, pues se hace impensable poner otro rostro y otra voz al personaje creado por Sanchís Sinisterra: Paulino, un titiritero ambulante republicano que se ve de pronto atrapado en el bando franquista durante la Guerra Civil junto a su mujer y al muchacho sordomudo al que tienen acogido, iniciando entonces un incierto viaje entre bambalinas con el único propósito de sobrevivir. Sin asomo alguno de esa vena humorística de chascarrillo que le había hecho rotundamente popular, Pajares asumía con pasmosa facilidad los resortes tragicómicos de la obra original y elaboraba un trabajo interpretativo sobrio, sereno y muy conciso, demostrando de este modo poseer la capacidad de ser un excelente actor dramático y permitiéndose el lujo de explorar nuevos registros dentro de sí, que luego expuso en pantalla de manera admirable, ahondando de una forma íntima y sumamente veraz en el lado más patético de su personaje, haciéndonos partícipes así del insondable miedo que le tiene poseído a lo largo de la práctica totalidad del metraje. En resumidas cuentas, no queda otra que aplaudir y quitarse el sombrero ante este feliz cambio de registro protagonizado por un actor que parecía estar ya en horas bajas, fatalmente encasillado. El reconocimiento fue unánime por parte de la prensa especializada y los premios no tardaron en llegar: el Festival de Montreal le dio el premio relativo al mejor actor, la revista "Fotogramas" le nominó como mejor actor de cine, el Círculo de Escritores Cinematográficos le premió con la medalla al mejor actor y la Academia de las Ciencias y las Artes Cinematográficas de España le declaró el mejor actor protagonista del año entregándole su preciado Goya, en dura pugna con el Antonio Banderas de ¡Átame!.


Y es que, sin temor a exageraciones, el protagonismo que Pedro Almodóvar regaló al ya considerado uno de sus actores fetiche, suponía la constatación del poderío cinematográfico del intérprete, erigiéndose desde ese momento en su mejor actuación. En ¡Átame!, Banderas es Ricki, un joven recién salido de un centro psiquiátrico cuyo único motor existencial es conseguir conquistar a la chica de la que se encuentra locamente enamorado y fundar una idílica familia con ella. Para ello, su personaje no dudará en recurrir a un brutal y desquiciado secuestro a través del cual darse a conocer a la "afortunada" destinataria de tan admirables sentimientos. Dentro de este personaje tan marcadamente primario, Banderas superaba las constatadas limitaciones dramáticas que siempre le habían acompañado, refugiándose en una sobriedad presencial y gestual realmente admirables, inmiscuyéndose sin pudores en la desequilibrada personalidad de Ricki y dejándola escapar ante las cámaras con una convicción y solidez descomunales, logrando dar una clamorosa verosimilitud a un personaje que brilla especialmente por la dedicación irracional que muestra hacia cada uno de sus actos, sin permitirse la mínima vacilación, el mínimo juicio moral, sobre el alcance de los mismos. A diferencia del cómodo convencionalismo en el que podría haber caído el actor en su incorporación de Ricki, el personaje aparece desde el primer momento impregnado de un halo amoroso e inocente que el actor no abandona nunca a lo largo de su actuación, con lo cual consigue que el espectador entienda y, hasta cierto punto, comparta cada una de sus decisiones. La cercanía y notable honradez con la que Antonio Banderas se manifiesta en cada una de sus intervenciones, la ternura rayana a un infantilismo encantador que despliega en los momentos más comprometidos emocionalmente de su personaje, y la imponente, abrumadora carga expresiva que despierta la profunda y penetrante mirada del intérprete, suplen satisfactoriamente la acusada deficiencia de registros que solía lastrar algunos de sus trabajos anteriores, aunque aquí también se manifieste en algún que otro momento clave (el poco convincente llanto que le asalta tras ser repudiado despectivamente en el baño por Marina, por ejemplo). No obstante, suponen errores menores que no pueden competir con la desenvoltura y la valentía exhibidas por el actor a lo largo de toda su actuación, sin lugar a dudas, la más completa y estudiada de cuantas había llevado a cabo en su carrera, en la que pocas veces se le había permitido el lujo a Banderas de exprimirse emocionalmente de una manera tan constringente, dejando escapar de su ser una hondura sentimental, verdaderamente pura, sin añadidos de ninguna clase, que da forma a un trabajo magnífico, que con todo merecimiento le hizo sumar su segunda nominación al Goya, ahora ya como actor principal, además de proporcionarle el Fotogramas de Plata al mejor actor de cine, concedido también por su labor protagónica en La blanca paloma (1989), de Juan Miñón, y Contra el viento (1990), de Francisco Periñán.


Junto a ellos, quedó finalista también Imanol Arias, quien tras un breve paréntesis después de abordar la figura mítica de El Lute, había regresado a la pantalla grande para protagonizar el thriller A solas contigo, de Eduardo Campoy, por el que lograba esta, su tercera nominación al Goya como actor principal, en una edición en la que Imanol ya no podía presumir de partir como favorito en las quinielas, pues frente a él competían dos pesos pesados interpretativos. No obstante, el trabajo de Imanol Arias no resultaba en modo alguno desmerecedor de una pugna goyesca, aunque tampoco estuviese a la altura de su feroz trabajo en El Lute (1987), de Vicente Aranda. En esta ocasión, daba vida a un teniente de la Marina encargado de custodiar a una indefensa y atractiva ciega, testigo de un asesinato, precisamente el de uno de sus mejores amigos y compañeros, y lo hacía echando mano de esa incuestionable galanura que le abriera las puertas cinematográficas en sus inicios, ahora favorablemente enriquecida por un sólido corpus interpretativo. Sobrio y conciso, el intérprete supo neutralizar aquella languidez de sus comienzos a través de una conveniente rigidez gestual y corporal, que apoyaba estupendamente la naturaleza castrense de su personaje y que lograba abandonar, sabiamente, en los contados momentos de intimidad del mismo. A pesar de este rasgo positivo, el trabajo de Imanol no logra superar la fría corrección, permitiendo de este modo que sean sus compañeros de reparto, Juan Echanove y Victoria Abril, los que le roben limpiamente la función.


Los Olvidados.



Tarde, pero a tiempo, la industria del cine supo rendirse a los pies del veterano Fernando Guillén, que desde mediados de los ochenta en adelante, había comenzado a abordar papeles dignos de su intachable categoría interpretativa, como en La teranyina (La telaraña), de Antoni Verdaguer, donde asumió, ahora ya sí con todas las de la ley, la categoría artística que un intérprete de su talla merecía, acarreando con el papel protagonista de esta aplicada y esmerada recreación histórica ambientada, de manera impoluta, a principios del Siglo XX. En esta adaptación de la novela de Jaume Cabré, Guillén se encargaba de dar vida al viejo y hosco presidente de una todopoderosa fábrica textil que se ve afectada de manera particular ante la insurrección que desencadenó en la población obrera la bien llamada Semana Trágica de Barcelona. Su Julià Rigau representa a esa parte de la población española, patriota y conservadora, que no sólo veía con buenos ojos la participación de España en la Guerra de Marruecos, sino que además, como empresario, veía en tal hecho una oportunidad de oro para hacer negocio. Dominado todo su trabajo por una actitud castrense y totalitaria, Fernando Guillén no precisa de mucho más para erigirse pronto en lo mejor de una función que domina por completo, aún no hallándose encuadrado en el plano, tal es la capacidad de penetración que logra en el minucioso y estricto dibujo de su rol. Acompañado de una perenne cojera, Guillén frunce el ceño, afila la mirada y proyecta desde la firmeza y tirantez corporal toda la despótica y obcecada actitud de su personaje, sirviéndose de manera espléndida de su hermosísimo aparato vocal para otorgar a sus intervenciones la necesaria y necia tiranía que significarán la perdición de su personaje. Puede achacarse en su contra la bidimensionalidad de un papel que, a priori, parece de una sola pieza, pero hay que señalar la esforzada labor del intérprete por remarcar el carácter ambicioso e implacable del mismo, haciéndose obligado señalarle como el gran olvidado al Goya al mejor actor principal en la quinta edición de los Premios de la Academia.


Casi al mismo nivel de injusticia se encuentra el olvido de Mulie Jarju, por Las cartas de Alou, de Montxo Armendáriz. Nacido en la República de Gambia, pero inmigrante en nuestro país desde hacía tiempo, donde trabajaba como escayolista a la vez que participaba en un grupo teatral de Mataró, Mulie Jarju fue el hombre escogido por Montxo Armendáriz para sostener sobre sus hombros todo el peso de Las cartas de Alou, película cuya trama bien podría ser la misma historia vital de su actor protagonista, dando vida a un senegalés que entra en nuestro país de manera clandestina y emprende todo tipo de trabajos, desde Almería hasta Barcelona, pasando por Madrid, mientras logra asentarse definitivamente en España consiguiendo los papeles de residencia. Todos los tópicos puestos al servicio de esta historia de marcado signo social, que nos ofrece un retrato superficial sobre los avatares de un inmigrante africano en nuestro país. Ganadora en el Festival de San Sebastián de la Concha de Oro relativa a la mejor película, Jarju también abandonó el Kursaal con la correspondiente Concha de Plata al mejor actor, algo de lo que seguramente tuvo mucha culpa la entusiasta y afanosa labor llevada a cabo por el intérprete en la película. Exhibiendo sin pudor una sonrisa altamente contagiosa, Mulie Jarju lograba dotar a la didáctica puesta en escena de Armendáriz de una calidez especial, así como también resultar terriblemente empático desde el inicio del filme hasta el final, transmitiendo con su actuación un agradecido positivismo, incluso cuando las adversidades son el leit motiv de la narración. Alguien podría decir que el actor se interpreta a sí mismo y no le faltaría razón, pero la naturalidad y la desenvoltura que demuestra, incluso en los momentos románticos o los más tensos, por no hablar del dramatismo seco de otros, los menos, deberían servir para considerarle entre los olvidados al Goya de aquella edición, convirtiéndose en uno de los pocos casos de ganadores en San Sebastián que no figuraron entre los favoritos de la Academia, caso aún más flagrante por ser Las cartas de Alou una de las cintas que más nominaciones obtuvo (concretamente 8).


Por último, no está de más destacar también entre los olvidados dignos de mención al catalán Ramón Madaula, quien tras trabajar a las órdenes de Fernando Fernán Gómez en El mar y el tiempo (1989), acometía un empeño realmente lucido dentro del abultado reparto de La teranyina (La telaraña), siendo obligado hablar de su participación en calidad de protagonista. Incorporando a un joven obrero, ferviente idealista, que es engañado y engatusado por sus camaradas para acometer actos revolucionarios, Madaula consigue erigirse pronto en el héroe anónimo de una función en la que su personaje no tardará mucho en representar el papel de “cabeza de turco”. El emergente actor se hace pronto con el beneplácito del público, que conecta con su entusiasta indignación ante los abusos de la clase política y empresarial, para terminar lamentando su ilusa valentía. Sobrio y entregado a la causa, la sensación de verdad que irradia el intérprete es fuerte, sobre todo en los violentos interrogatorios que le toca protagonizar y, ya al finalizar, en la desconsolada tristeza que recorre su trabajo, expresada de manera intensa en su mirada, al percatarse y resignarse su rol de su condición de juguete barato. Todo ello, junto con el premio al mejor actor de cine otorgado por la Asociación de Actores y Directores de Cataluña (AADC), nos invita a hablar de Ramón Madaula como de uno de los olvidados al Goya al mejor actor de 1990 por La telaraña.

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