miércoles, 25 de septiembre de 2013

Jorge Sanz aún sigue siendo el actor más joven en ganar un Goya al Mejor Actor Principal.


Avanzamos en nuestro particular repaso por las candidaturas interpretativas de los Premios Goya en toda su historia entrando de lleno en la correspondiente al Mejor Actor de la cuarta edición, que premiaba los mejores trabajos interpretativos vistos a lo largo del año 1989. En esta ocasión, se mantuvo en cinco el número de trabajos nominados, aunque dos de ellos pertenecían al mismo intérprete, que ni aún así logró hacerse con el cuarto Goya de la historia al Mejor Actor, que fue a parar a las manos del intérprete no solo más joven de la terna, sino también de la todavía corta historia de los Premios Goya en una decisión desconcertante pues la Academia declinó la posibilidad de premiar como hubieran merecido dos de los mejores trabajos interpretativos vistos en el Cine Español de los ochenta.


Ser el actor más joven en ganar un Goya en la categoría principal es la marca que aún sigue en manos de Jorge Sanz. Fue gracias a Si te dicen que caí, su nueva colaboración con Vicente Aranda tras participar en El Lute II, por la que había sido finalista al Goya secundario de la edición anterior. El que ahora nos ocupa es un trabajo que parece una continuación de aquél que desempeñara en El año de las luces (1986), de Fernando Trueba, y que el intérprete resolvió convenientemente aunque a grandes rasgos no supusiera ningún reto interpretativo. Sin embargo, son dignas de aplauso el visible realismo sobre el que Sanz ejecuta su juego actoral y la serenidad con la que lleva a cabo toda la peripecia de su personaje, un joven trepa y astuto que malvive prostituyéndose mientras intenta localizar a la amante de su hermano, erigiéndose en el protagonista absoluto de las fantasías e historias, denominadas en el relato “aventis”, de los niños del barrio protagonista. Por desgracia, su trabajo se resiente de la confusión reinante en la película, pero Jorge Sanz acierta al no desprenderse de ese toque entre inocente e infantil al mismo tiempo que lleva a cabo la exposición dura y cruel de los actos de un personaje en verdad antipático. Este trabajo le consagró definitivamente y le convirtió en el actor joven más solicitado del cine español, a lo que contribuyó la lluvia de premios que cayó sobre él: Fotogramas de Plata al mejor actor de cine, premio al mejor actor por RNE de Cataluña, un nuevo premio al mejor actor en el Festival de Nîmes, el Premio Sant Jordi y el Premio Conseil d'Etat en el Festival de Ginebra, a los que hubo que sumar más tarde el otorgado por la Asamblea de Directores y Realizadores Cinematográficos y Audiovisuales (ADIRCAE) y este sorprendente Goya a la mejor actuación masculina protagonista a sus escasos 20 años de edad en la que era su tercera nominación, un hecho sin precedentes en la historia de estos premios, que aseguraba para el intérprete una nueva década repleta de oportunidades para seguir apuntalando el talento insinuado hasta la fecha y, de paso, seguir acumulando premios por doquier.


El vencedor "moral" de aquel cuarto Goya al Mejor Actor es justo reconocer que no fue otro que Juan Diego, que obtenía su segunda nominación al meterse de lleno en la piel de San Juan de la Cruz en el filme de Carlos Saura La noche oscura, ofreciendo del místico poeta carmelita un retrato admirablemente tangible y empático y es que en las complejas pieles de un personaje de estas características, Juan Diego ponía en pie su interpretación desde la sencillez y la humildad de un hombre corriente encerrado de manera indefinida en una celda por sus hermanos frailes, contrarios a sus ideas reformistas. Con honda transparencia, el intérprete se sometía literalmente a un descomunal tour de force que iba más allá del subrayado físico de algunas secuencias, alcanzando cotas de verdadera maestría en los incesantes recitados de sus poemas en los que se extasía su personaje en la soledad de su celda. Eludiendo para nuestro gozo una innecesaria hagiografía del santo, Juan Diego se recrea en el misticismo y lo esotérico que caracterizó la biografía del personaje real para justificar en su actuación la grandilocuencia y la intensidad de algunos pasajes de la película, sin que este exceso en las formas llegue jamás a perjudicar un trabajo compositivo de primer orden, cabalmente estudiado en todos sus aspectos y que ponía de manifiesto la inclinación del intérprete a profundizar hasta extremos incomprensibles en los interiores torturados de sus personajes. Premiado en el Festival de Cine de Bearritz con el premio al mejor actor, debería haber ganado sin disputa alguna el correspondiente Goya al que fue finalista.


Justo después quién más debía haberse llevado el cabezón aquel año fue el maestro Fernando Fernán Gómez, debido a la grandeza y enormidad de sus trabajos en 1989, dos magníficas interpretaciones que obtuvieron un sorprendente e insólito reconocimiento y es que, por primera y (hasta la fecha) única vez en la historia de los Premios de la Academia, Fernán Gómez tuvo que competir contra sí mismo por el Goya al mejor actor principal, figurando candidato además en los apartados de dirección y guión adaptado por El mar y el tiempo. Un logro que sólo podía conseguir este actor convertido ya en un veterano superviviente, de persistente carisma e indomable carácter, Premio Nacional de Cinematografía precisamente aquel 1989. El mar y el tiempo es un bello y hondo retrato social y familiar de la España de finales de los sesenta, dirigido por él mismo y basado, a su vez, en una novela suya, en el que Fernán Gómez se reservaba el papel masculino protagonista para estamparnos un personaje absolutamente gris y casi intrascendente, un hombre maduro que hace tiempo perdió los ideales que le caracterizaron en su juventud y que vive un presente autómata, manejado por los intereses de su actual compañera sentimental y de sus hijas ya mayores, ante los que su Eusebio siempre reaccionará de buena gana, sin pararse a pensar ni importarle si quiera las consecuencias negativas que los actos de éstas puedan acarrear a sí mismas o a la propia familia. Estoico y sumamente sobrio, sin subrayados dramáticos de ningún tipo, Fernando Fernán Gómez nos obsequiaba un trabajo que raya en la perfección, sobre este hombre sin aspiraciones ni ambiciones de ningún tipo que, debido a la sensible cercanía con la que lo afronta el intérprete, inspira pronto una ciega compasión en el espectador.


En un registro absolutamente dispar a éste, en Esquilache, de Josefina Molina, Fernán Gómez llevaba a cabo una interpretación solemne y magistral. Verdadera alma de la ambiciosa producción de la directora, el intérprete se hacía inmortal, cinematográficamente hablando, exponiendo con brillantez el particular calvario sufrido por su personaje titular, un “soñador para el pueblo”, en palabras de Antonio Buero Vallejo, al que el pueblo rechazó de cuajo, un hombre que Fernán Gómez nos presenta sumamente decepcionado, emocionantemente desolado siempre, aunque aún conserve la firme convicción de la conveniencia de sus reformas para el Estado Español. Porque el Esquilache de Fernán Gómez es un hombre seguro de sí mismo, aunque tocado por el indulgente matiz de una sensibilidad arrolladora, sensibilidad que el contrastado arte de la estrella exponía sin traba alguna, logrando la identificación inmediata del público con su, paradójicamente, impopular personaje. Sobrio, convenientemente ajustado siempre, pero a la vez tierno y doliente, es imposible imaginar a otro actor para representar de modo tan magnífico semejante tesitura emocional como lo hace Fernando Fernán Gómez en Esquilache.


El último en discordia obtenía su tercera nominación consecutiva después de haber ganado el premio en la primera. Y es que Alfredo Landa reincidía en la lucha por el cabezón gracias a su protagonismo en el drama de aventuras El río que nos lleva, de Antonio del Real, intento por parte de nuestra cinematografía de abordar un género auténticamente cinematográfico y que se materializaba en una floja cinta donde la aventura y la acción quedaban siempre eludidas a favor de un estatismo acartonado y letárgico. Lo que podía haber sido una estimulante obra de género, se quedaba en un desdibujado estudio sobre unos personajes demasiado estereotipados, sometidos a los peligros que conlleva su entusiasta ocupación: el transporte de enormes troncos de madera por la cuenca del río Tajo. Pero el viaje de estos míticos gancheros nos es ocultado casi por completo, predominando en la película redundantes escenas sobre sus frecuentes paradas en tierra firme en las que Landa destaca para bien sobre el resto de intérpretes, ahondando una vez más en su lado más serio y severo como el cabecilla leal y sensato del grupo, brillando con sus frecuentes silencios y sus expresivos ojillos allí donde ni la puesta en escena del director pretende entusiasmar. De todos modos, el decepcionante resultado final de la película juega en contra del trabajo de la estrella, que pierde valor y consideración con secuencias como la del bochornoso tiroteo final y su tercera nominación al Goya se nos antoja más producto de la alta estima que le profesaba la práctica totalidad de la industria.

Los Olvidados.


También un año después del trabajo que le llevó a aspirar al Goya, José Soriano volvió a marcarse una interpretación soberbia en nuestras pantallas como el hermano exiliado de El mar y el tiempo, de Fernán Gómez, un antiguo revolucionario que, paradójicamente, al volver a España tras haber construido toda una vida en Argentina, sólo encuentra la decepción que le provoca el comprobar que todo lo que conocía, todo aquello que añoraba en sus largos años de ausencia, ha cambiado irremisiblemente. El contagioso dinamismo que raya en lo infantil y la entrañable cercanía en los que el intérprete sostiene todo su trabajo, convierten la contemplación de la actuación de José Soriano en una deliciosa experiencia, no exenta de una considerable hondura, pues sobre él y la decepción que experimenta su personaje, ejecuta su director y autor el terrible y desolador discurso sobre la memoria, sobre su pérdida (voluntaria o no), que sostiene toda la película. En suma, un trabajo admirable que debió colocar al actor, por segundo año consecutivo, entre los finalistas al Goya.


Otro trabajo de gran altura se lo marcó José Sacristán con su protagonismo en la comedia coral El vuelo de la paloma, de José Luis García Sánchez, componiendo con admirable y estoica flexibilidad a un personaje fracasado y desilusionado que afronta su vida con inusitada desfachatez, de borrachera en borrachera, ganándose el sueldo gracias a sus “trabajos” como (falso) testigo en los juicios del trepa de su hermano. Con estudiada aprehensión, Sacristán se convierte con muy poco esfuerzo en uno de los mejores argumentos para visionar esta película, gracias al enérgico y naturalizado despliegue cómico del intérprete, que emerge de una conveniente y consistente sobriedad, muy apegada a esa tipología de hombre de izquierdas, aquí de clase obrera, tan presente en toda su filmografía. El vuelo de la paloma supuso, además del reencuentro con el mejor Sacristán, un nuevo desencuentro entre intérprete y Academia, que volvió a dejarle fuera de los nominados al Goya, siendo su ausencia aún más significativa si tenemos en cuenta que la gran mayoría de sus compañeros de reparto en el filme sí quedaron finalistas.


De dos veteranos de tal calibre, pasamos a un absoluto debutante: Manuel Bandera, protagonista de la celebrada Las cosas del querer, de Jaime Chávarri. Y aunque es cierto que ante el grandioso nivel finalista al Goya en 1989 resulte temerario proponer el trabajo realizado por Manuel Bandera en este melodrama musical ambientado en la posguerra española, no lo es menos que su labor al frente de ese cantante homosexual de desinhibida existencia, permanentemente vigilado por un régimen que no toleraba comportamientos de raigambre liberal como el suyo, resulta estimulante. Pasando por alto las concomitancias que el dibujo de Mario Ruiz pudiera tener con el caso real del malogrado cantante Miguel de Molina, la afilada presencia de este intérprete, de perfil griego y rotunda mirada, así como la agradable seguridad con la que desfila por la pantalla resultan elementos más que suficientes para dar verosimilitud al personaje, en el que el actor proyecta una soberana altanería, idónea para transmitir la despreocupada insolencia con la que debe responder a los requiebros del marqués, así como la soberana petulancia, no exenta de simpático encanto, con la que se hace el dueño y señor del escenario en los abundantes números musicales. Es ahí donde la actuación de Manuel Bandera en Las cosas del querer gana enteros, permitiéndose el actor brillar descaradamente merced a un registro vocal muy atractivo, así como a una apertura emocional considerable que eleva dos de ellos a una categoría suprema: el ensayo de "Te lo juro", que el actor utiliza de excusa para llevar a cabo una sentida y doliente declaración de amor, y su debut en solitario interpretando "La bien pagá", donde rezuma una insoportable energía provocada por un indescriptible remolino emocional proyectado hacia sus compañeros de reparto a través de esa mirada de expresiva fuerza. Aunque esta intensidad dramática alcanzada por Bandera en los pasajes musicales no se corresponde con la leve demostración realizada en el resto del filme, donde mantiene siempre una línea sencilla y discreta de actuación, logrando una composición correcta, un tanto perjudicada por cierto agarrotamiento corporal achacable quizás a su condición de novel, pero notablemente humana y certera en la exposición de unos sentimientos que por el bien propio convenía mantener bien escondidos, cabe hablar de su trabajo en Las cosas del querer como uno de los debuts cinematográficos más destacados de los vistos en la década de los ochenta, refrendado con sendas nominaciones al mejor actor en los Premios Sant Jordi y en los Fotogramas de Plata.


También es digno de mención Sancho Gracia, gracias a prestar toda su hombría para dar fuste dramático al musical racial de Montoyas y Tarantos, de Vicente Escrivá, representación frustrada de nuestro cine en los Oscar de aquel año en la que Sancho Gracia encarnaba con imponente severidad al cabeza de los Montoya, una rica familia gitana, en esta singular actualización del clásico “Romeo y Julieta” de William Shakespeare. Y aunque la mayor parte de su trabajo se adhiera irremisiblemente al tópico de padre autoritario e inflexible, Gracia lo ejecuta con estudiada solidez, erigiéndose pronto en lo más destacable de un reparto en general poco consistente, en lo que a recursos dramáticos se refiere, y cuyo máximo exponente es la desacertada elección de la pareja de actores protagonistas que dan vida a los jóvenes enamorados. Frente a ellos, a Sancho Gracia le basta con muy poco para comerse por completo la pantalla, fundando terror y congoja con el empleo de una fría y odiosa mirada al mismo tiempo que se gana el beneplácito del espectador en su encuentro con la matriarca de los Tarantos, interpretada con ahínco racial por la bailaora Cristina Hoyos, en el que el intérprete incorpora a su trabajo un palpable dolor y la manifestación de un orgullo herido, lo que desvela la dosis necesaria que nos hace intuir el pasado sentimental que une trágicamente a ambos personajes. En definitiva, una buena y consistente actuación que, por qué no, hubiera podido meterlo en la lucha por un correspondiente Goya.


Un año más (e iban cuatro consecutivos) resulta obligado hablar de Eusebio Poncela en esta lista de olvidados y es que este 1989 gozó de un sobrado protagonismo en la oscura y curiosa ópera prima de Xavier Villaverde, Continental, un intento de cine negro con desafortunada herencia publicitaria, muy bien planificado pero finalmente artificioso, en el que Poncela encarnaba a ese capo de la mafia llamado Otálora, asesino de su predecesor y rival por el control de la prostitución y el contrabando de su antiguo amigo Ventura, encarnado por el actor francés Féodor Atkine. Con su acostumbrada sobriedad y llevando a cabo un eficaz uso de esa mirada suya tan característica, enigmática y penetrante, Eusebio Poncela lograba un trabajo preciso y calculado, sin desmarcarse en ningún momento y por ningún aspecto de las directrices marcadas por la Historia del Cine para este tipo de personaje, de gran repercusión dentro del género. En definitiva, un trabajo idóneo para las características interpretativas de las que había venido haciendo gala el intérprete y que, a pesar de la relativa sencillez del mismo, permite incluirle una vez en la lista de intérpretes olvidados al Goya gracias a la frívola maldad y a la despótica crueldad que el actor logra insinuar tras sus sinuosos y seductores ademanes.

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