lunes, 4 de noviembre de 2013

Una sola escena le bastó a María Asquerino para ganar su Goya en 1989.


Cerramos el círculo repasando la última de las categorías interpretativas de los Premios Goya de 1989 con la correspondiente a la mejor interpretación femenina en papel de reparto; en un año en el que, como venía siendo habitual, pocas películas incluyeron papeles realmente jugosos y lucidos para las actrices de nuestra industria. Por ello, no es de extrañar que a la hora de componer la lista final de las cinco nominadas, la Academia echara mano sólo de un par de películas que, además, son las únicas que nos proporcionan las pocas interpretaciones femeninas secundarias olvidadas que sean dignas de mención. De los cinco trabajos nominados en aquella cuarta edición de los Goya, llama la atención que tres de ellos ocupasen un casi anecdótico tiempo en pantalla y que los otros dos restantes sólo sirviesen para confirmar los registros más aclamados por el público de sus correspondientes actrices.


Tras muchos años de despropósito por parte de una industria ciega y ensimismada que prácticamente la ninguneó a lo largo de toda su trayectoria, incluso olvidándola en la primera edición de los Premios Goya, el mea culpa llegaría aquel año en forma de Goya a la mejor actriz de reparto por su nuevo trabajo ante las cámaras, de nuevo gracias a su amistad con Fernando Fernán Gómez, quién le dio la oportunidad de no caer en el olvido de esta voluble industria al confiarle el pequeño y decisivo papel de una sola pero complicada escena de poco menos de diez minutos, que la gran María Asquerino bordó en El mar y el tiempo. Merecidísimo Goya que suponía además de un reconocimiento a una intérprete con casi cincuenta años de experiencia a sus espaldas y un caluroso y emotivo come back, una sorpresa mayúscula, pues se premiaba un cometido ínfimo, en lo que a tiempo en pantalla se refiere, pero superlativo: no hay en el mundo muchas actrices que puedan permitirse el lujo de, con tan sólo una escena, aprovechar la coyuntura y quedar grabadas a fuego en la memoria del espectador como lo consiguió la Asquerino en El mar y el tiempo. Daba vida a Marcela, la exmujer del protagonista, que vive prácticamente apartada (o repudiada) de la rutina familiar y que en su breve encuentro con su regresado cuñado del exilio rememora, junto a su fiel botella de anís, el luminoso pasado que compartieron antes de naufragar dentro del dolor de las desilusiones y los traspiés que siempre nos reserva ese juego llamado “vida”. Para la Historia queda una de las mejores borracheras vistas en una pantalla grande en el Cine Español, técnica y emotivamente perfecta, cargada de hondura y emoción, gracias a la maestría de una actriz que sabía cómo pausar el texto y cómo medir cada gesto para, con tan poco margen de maniobra, estamparnos toda la miseria y la amargura de un personaje hundido y mil veces golpeado. Quede constancia, por tanto, de un más que merecido chapeau a la Academia de Cine, que acertó al no ignorar tremenda exhibición interpretativa y, sobre todo, a una intérprete descomunal, cuyo trabajo en El mar y el tiempo debería ser de obligado estudio en todas las academias de Arte Dramático.


Su más temible adversaria fue, precisamente, la actriz que ganara aquel primer Goya principal al que la Asquerino fue injustamente ignorada: Amparo Rivelles. Otra grande de nuestra cinematografía que obtenía así su segunda nominación al Goya, ahora ya en la categoría secundaria, por su siguiente empeño para la gran pantalla tras aquél primer Goya a la mejor actriz de 1986. Tuvo lugar gracias a su inmerecidamente corta participación en la estupenda Esquilache, de Josefina Molina, en la que tras una fugaz aparición sin texto y un nuevo y anecdótico plano con una sola frase, la Rivelles se quedaba grabada a fuego en la memoria del respetable con la única y sobrecogedora escena que protagonizaba, convertida en un singular duelo verbal con su oponente, Fernando Fernán Gómez. Dando vida a la severa e indulgente Reina madre Isabel de Farnesio, la Rivelles se muestra imponente ejecutando de manera proverbial un rol que podría haberse quedado en el tópico, pero que ella ensalzaba hasta insuflarle una vida descomunal. Ejemplo mayúsculo de que ningún papel es demasiado pequeño, la Isabel de Farnesio de Amparo Rivelles constató la enorme categoría de la estrella, que bajo ese fastuoso trabajo de vestuario y peluquería, y sustentada por un par de aparatosas muletas, hacía de la acritud la constante de un carácter eminentemente regio y utilizaba un hiriente cinismo para dejar una temerosa impronta de su superioridad personal y social. Sin pestañeos, sin aspavientos ni titubeos, la Rivelles se come a su oponente de manera limpia, al soltar con estudiada solidez algunas de las mejores líneas de diálogo oídas en una pantalla cinematográfica en años, obligándonos a admitir que su actuación no sólo era digna de la nominación recibida por parte de la Academia, sino también del Goya mismo.


Por mucho que nos pese a todos los que la admiramos con absoluta devoción, Concha Velasco debía partir con desventaja frente a las anteriores damas de la escena en la que significaba su primera nominación al Goya. Daba gusto reencontrarse con la Velasco dando vida a esa vividora y despreocupada, corrupta y maquiavélica Pastora Patermo, marquesa de Esquilache, en un trabajo llevado a cabo con pulso firme, con una estudiada y brillantemente conseguida exposición corporal, en la que destaca un sinuoso juego de matices que dan idea del carácter seductor de su personaje, una auténtica "mujer de estado", ambiciosa, que no duda en utilizar su conveniente matrimonio con el ministro titular para obtener favores de la Corona. Perfecta en el uso de su aún poderoso atractivo físico, exhibido a través de la asimilación de una cierta lascivia, que se deja entrever sólo a través de sus serpentinos ademanes y miradas, Concha Velasco demostraba en Esquilache ser dueña de una clase interpretativa de algún modo superior a la ya demostrada a lo largo de su carrera, sorprendiendo al respetable con la sabia y concienzuda plasmación de esta arpía marquesa de Esquilache, una auténtica víbora que no dudará a la hora de hacerle ver a su marido las verdaderas razones por las que sigue a su lado, con una molesta y desgarradora satisfacción desparramándose por sus ojos. Sólo lo limitado de su intervención empaña la gloriosa actuación de la estrella que, no obstante, ganó una más que merecida nominación al Goya en la categoría secundaria.


Muy poco tenía que hacer, por tanto, la incomparable Chus Lampreave aquella edición, a pesar de que comenzaba a extenderse la sensación de que la Academia debía ir pensando en premiarla. Y es que sumaba con esta su tercera nominación en la misma categoría, al dar vida a la castradora madre de Antonio Banderas en la agridulce Bajarse al moro, de Fernando Colomo, donde el particular modo de actuar de la intérprete se erigía pronto en el aval cómico más seguro de la cinta, añadiendo a su finísima comicidad un matiz de visible patetismo como esa mujer orgullosa y vanidosa que acarrea una debilidad inconfesable: su afición descontrolada por robar alijos de objetos inservibles, detalle que en manos de un Pedro Almodóvar, por ejemplo, hubiera generado una inolvidable riqueza expositiva por parte de Lampreave, que hubiera ingresado sin duda alguna en el Olimpo interpretativo del año, pero que la adaptación llevada a cabo por el mismo autor José Luis Alonso de Santos, en colaboración con Joaquín Oristrell y Colomo, no consigue sacarle todo el partido al que se presta y sólo el trabajo de la actriz logra aportar brillantez a un personaje desafortunadamente desaprovechado, elevando en cada intervención suya el tono jocoso del filme, sí, y mereciéndose por ello aquélla nueva nominación al Goya a la mejor actriz secundaria del año.


La más reciente ganadora del Goya en esta misma categoría volvió a aspirar un año después al mismo premio gracias a su participación en Las cosas del querer, de Jaime Chávarri, lo que constataba el rápido encumbramiento que había protagonizado María Barranco dentro de la industria, con un papel en verdad desagradecido: el de una estrella de segunda, Nena Colman, sin ningún talento demostrable, enamorada de manera obsesiva de Juan, el pianista amante de Pepita. Con una gracia y un salero que podrían mover edificios enteros, la Barranco se imponía al acartonado dibujo de esa serpiente viperina con la que le tocaba lidiar en Las cosas del querer, dando de ella un retrato preciso, cargado de la solidez y desenvoltura inherentes a la intérprete, que resolvía envuelta en un deje barriobajero cada movimiento orgulloso y ruin de su personaje, así como con una absoluta carencia del sentido del ridículo en los escasos números musicales que protagoniza, superando su ineficacia para la canción a través de un desvergonzado despliegue humorístico, gracias al cual se entendía aquélla nueva nominación al Goya. Y es que sus interpretaciones de "Compuesta y sin novio" y "El cocherito leré" constituyen deliciosos momentos repletos de una mordacidad y un descaro inigualables. Siendo como es un trabajo inferior al que le llevó a saborear la gloria bajo la sabia dirección de Pedro Almodóvar en Mujeres al borde de un ataque de nervios, lo cierto es que su participación en esta película de Jaime Chávarri sirvió para constatar la eficacia de la intérprete incluso en cometidos tan arriesgados como éste, en el que parecía tener todos los elementos en su contra y, finalmente, se revelaba como una pertinaz comediante, incorporando además una vena trágica y tierna a su ya conocido registro.


Las Olvidadas.



Como decíamos al inicio, pocos fueron los títulos que permitieron a nuestras actrices brillar con luz propia aquel año. Si Esquilache logró meter en la terna a sus dos intérpretes secundarias, El mar y el tiempo también habría merecido ganarse alguna que otra nominación más en este apartado, sobre todo para Emma Cohen. Y es que su natural y a veces molesta tendencia a los subrayados y a los excesos, a no acertar en los tonos, quedó inesperadamente bien empleada para terminar de bordar un personaje deliciosamente desubicado: el de esa mujer de negocios, excesivamente bien relacionada y sobradamente cumplidora, una alcahueta usurera de los nuevos tiempos radicalmente liberada a la que Cohen otorga, con una fría inteligencia, una oportuna inocencia que propicia el cariño y la estima inmediatos por parte del espectador. Fernán Gómez ofrecía a su compañera sentimental innumerables dosis de lucimiento, que ella supo aprovechar imponiéndose a sus compañeros en el plano gracias a una exposición casi surrealista de su personaje, interpretado con buen pulso a través de una dinámica y contagiosa energía, que contrasta y complementa la parálisis emocional del personaje protagonista de Fernán Gómez y que convierte a su Lupe en una auténtica mujer de acción, ágil y decidida, con la suficiente iniciativa y autoridad como para sacar a un muchacho del calabozo en cuestión de horas o evaluar con datos y cifras los pros y los contras de montar un negocio textil en la capital; y todo ello tras una incombustible, arrolladora y seductora sonrisa, que dotan a su personaje del atractivo necesario como para poder hablar de este trabajo como el más decididamente brillante de Emma Cohen. Por desgracia, se vio finalmente eclipsado por el de otras compañeras del reparto en aquella temporada de premios, lo que la sitúa entre una de las grandes olvidadas al Goya a la mejor actriz secundaria de la cuarta edición.


Cabe mencionar aquí también que en la atípica y extraña cinta de gángsters dirigida por Xavier Villaverde, de nombre Continental, se ponía en bandeja para Marisa Paredes un hermoso y lucido personaje como esa experimentada prostituta, antigua favorita del anterior jefe del territorio que ahora se disputan sus dos asesinos, los dos capos protagonistas, teniendo que asistir como involuntaria testigo de una batalla que amenaza con sesgar la vida de incluso algunos seres queridos. Así, en un importantísimo segundo plano, lleva a cabo todo su trabajo la actriz, evolucionando ante la cámara con su exquisita elegancia, haciendo carne de esa mujer acabada, unas veces borracha y siempre nostálgica, de distinguida belleza, que el tiempo y el miedo han convertido casi en una roca de hielo, incapaz de tomar partido en la sangrienta guerra que le toca presenciar. La frialdad de su personaje resulta intrínseca a la figura evanescente de la actriz, pero la fragilidad y el miedo que la provocan quedan puestos de manifiesto gracias al formidable recital de silencios que recorren toda su intervención, hasta el bello y doloroso, inútilmente romántico, monólogo que la actriz protagoniza sentada en la penumbra de una habitación. Sin lugar a dudas, una escena poco contextualizada en el conjunto del filme, pero que la actriz sabe aprovechar para humanizar a su personaje, conferirle entidad emocional y, de paso, colarse en la lista de las pocas olvidadas al Goya dignas de mención.


Algo que también hubiera merecido la joven Aitana Sánchez Gijón por sus empeños en aquel curso cinematográfico, primero como una adolescente amante de las ideas revolucionarias de finales de los años sesenta en El mar y el tiempo, cometido resuelto por la actriz con sobrada naturalidad y frescura, a las que sumaba una entrañable empatía, sobre todo en sus secuencias compartidas con el personaje de su abuela, interpretada por la ganadora del Goya en la categoría principal: Rafaela Aparicio. Y después como la virgen huidiza y hambrienta de nuevas experiencias de la comedia Bajarse al moro, trabajo tocado por un contagioso encanto y no poco atractivo, reforzados ambos por la candorosa y desprejuiciada manera en la que la actriz plasmaba el ansioso y a la vez tímido despertar sexual de su personaje. Resulta curioso que, sobresaliendo como una de las mejor preparadas y más aventajadas actrices de su generación (incluso ya en sus inicios, como vemos), a Sánchez Gijón se la haya ninguneado de forma tan desconcertante en la elaboración de las candidatas a los Premios Goya, a los que nunca ha sido finalista, habiéndolo merecido (y mucho) en numerosas ocasiones, como veremos más adelante.

2 comentarios:

Benigno dijo...

Me gustó la testimonial Lucía Bosé de El niño de la luna, pero es que la película de Villaronga me encanta... jejeje. Me encanta también Amparo Baró en Las cosas del querer, y el plantel de actrices de Amanece que no es poco, desde Lampreave, que la prefiero en Bajarse al moro hasta una Aurora Bautista que en sus apariciones está desternillante. Para mi, la ganadora debería haber sido Rafaela Aparicio que era secundaria por El mar y el tiempo, aunque la premiaron como protagonista, y así saldaron otra deuda con Asquerino, magistral en esa escena que comentas, pero no lo estaba menos en Mambrú se fue a la guerra, como bien apuntas.

Las de Esquilache, Velasco, tiene buenas escenas, casi una co-protagonista, no? y Rivelles, no me pareció como para nominación, pero quizás hace demasiado que no veo la película de Josefina Molina, de la cual recuerdo mucho más a Marsillach o Fernán Gómez, y a Velasco, que a la gran Amparo Rivelles.

Unknown dijo...

Aparicio era, como ya dijimos en su correspondiente entrada, secundaria, pero... ¡los Goya son así! No será el primer y último caso, veremos más con el paso de los años...

Creo que las actrices de "Amanece, que no es poco" están desperdiciadas y se lucen poco en comparación con los hombres, no como la Asquerino, que con una sola secuencia se mete la película en el bolsillo, o la Rivelles, a la que te recomiendo volver a ver, está magnífica.